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Encaminóse ya César a la ciudad, hablando con el filósofo Areo, a quien dio la derecha, para que inmediatamente se hiciera visible a los ciudadanos y causara admiración la distinción con que lo trataba. Entró después en el Gimnasio, y subiendo a una tribuna que le habían formado, cuando todos estaban poseídos de miedo y postrados por tierra, les mandó que se levantaran, asegurándoles que el pueblo estaba perdonado de toda culpa, en primer lugar, por Alejandro su fundador; en segundo, por la belleza y extensión de la ciudad, que le habían admirado, y en tercero, por hacer aquella gracia a su amigo Areo. Tanto fue el honor que alcanzó Areo de César, de quien obtuvo además el perdón para muchos; siendo uno de ellos Filóstrato, el más hábil de los sofistas para hablar extemporalmente, pero empeñado contra toda razón en ingerirse en la Academia; por lo que, desaprobando César su conducta, no daba oídos a los ruegos; mas él, dejando crecer su barba blanca y tomando el vestido negro, seguía por doquiera a Areo, recitando este verso: Los que son sabios a los sabios salvan; y César, cuando llegó a entenderlo, accedió por fin, más bien por libertar a Areo de envidia que a Filóstrato de miedo.

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