Habiéndose lamentado de esta manera, coronó y saludó el túmulo, mandando luego que le prepararan el baño. Bañóse, y haciéndose dar un gran banquete, estando en él, vino del campo uno trayendo una cestita; y preguntándole los de la guardia qué traía, abrió la cesta, quitó las hojas, e hizo ver que lo que contenía eran higos. Como se maravillasen de lo grandes y hermosos que eran, echándose a reír les dijo que tomasen, con lo que le creyeron y le mandaron que entrase. Después del banquete, teniendo Cleopatra escrita y sellada una esquela, la mandó a César, y dando orden de que todos se retiraran, a excepción de las dos mujeres, cerró las puertas. Abrió César el billete, y viendo que lo que contenía eran quejas y ruegos para que se le diese sepultura con Antonio, al punto comprendió lo que estaba sucediendo; y aunque desde luego quiso marchar él mismo a darle socorro, se contentó por entonces con enviar a toda prisa quien se informara; pero el daño había sido muy pronto, pues por más que corrieron, se hallaron con que los de la guardia nada habían sentido, y abriendo las puertas, vieron ya a Cleopatra muerta en un lecho de oro, regiamente adornada. De las dos criadas, la que se llamaba Eira estaba muerta a sus pies, y Carmión, ya vacilante y torpe, le estaba poniendo la diadema que tenía en la cabeza. Díjole uno con enfado: “Bellamente, Carmión”, y ella respondió: “Bellísimamente, y como convenía a la que era de tantos reyes descendiente”; y sin hablar más palabra, cayó también muerta junto al lecho.