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De los ciudadanos que se hallaban en Siracusa, los más nobles y principales, vestidos de gala, corrieron a las puertas; pero la muchedumbre dio contra los amigos del tirano, e hizo pedazos a los llamados emisarios, hombres malvados y abominables, que, mezclándose entre los demás Siracusanos y fingiendo negocios, observaban cuanto pasaba y denunciaban al tirano el modo de pensar y de explicarse cada uno. Éstos, pues, fueron los primeros que llevaron su merecido, destrozados por los que con ellos se tropezaron. Timócrates, no habiendo podido incorporarse con los que custodiaban la ciudadela, montó a caballo y se salió de la ciudad, llenándolo todo con su huída de turbación y miedo, y exagerando las fuerzas de Dion, para que no pareciese que abandonaba la ciudad con ligero motivo. En esto ya Dion se acercaba y se dejaba ver, yendo el primero vistosamente armado, y a su lado de una parte su hermano Mégacles, y de la otra Calipo el Ateniense, con coronas sobre la cabeza. De los estipendiarios, ciento seguían a Dion, formando su guardia, y a los demás, bellamente adornados, los conducían los caudillos, saliendo a verlos los Siracusanos, y recibiéndolos como una pompa sagrada y divina de la libertad y de la democracia, que al cabo de cuarenta y ocho años tornaba a la ciudad.

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