Leída esta carta, no les ocurrió a los Siracusanos admirar la imparcialidad y grandeza de ánimo de Dion, que por lo honesto y lo justo no atendía a tan inmediatos parentescos, sino que, tomando de aquí principio y ocasión para sospechas y recelos, como si estuvieran en una absoluta precisión de contemporizar con el tirano, pusieron la vista en otros caudillos; y, sobre todo, habiendo sabido que llegaba Heraclides, se encendió más en ellos este deseo. Era Heraclides uno de los desterrados, buen militar, conocido por el mando que había tenido bajo los tiranos, pero no de ánimo constante, sino movible en todo y poco seguro para la comunidad de mando y de gloria. Indispuesto en el Peloponeso con Dion, había determinado venir por sí con escuadra propia contra el tirano, y llegado a Siracusa con siete galeras y tres barcos, encontró cercado otra vez al tirano, y a los Siracusanos inflamados e inquietos. Captóse, pues, al punto el favor de la muchedumbre, porque su carácter tenía cierto atractivo, siendo de los que se plegan y, de los que seducen a gentes que gustan de que se les adule; así trajo y puso fácilmente de su parte a aquellos que repugnaban la gravedad de Dion como modesta y desagradable por el orgullo y engreimiento que les había dado la victoria; queriendo ser lisonjeados como libres aun antes de serlo.