Siendo éste el estado de las cosas, y amenazando ya el peligro a la Acradina, todos ponían la vista en el único que podía levantar sus esperanzas: pero nadie lo proponía, avergonzados de la ingratitud e indiscreción con que respecto de Dion se habían portado. Mas siendo ya urgente la necesidad, salió una voz de entre los aliados y la milicia de caballería de que se llamara a Dion y se trajera a los Peloponenses del país de los Leontinos. No bien se había adoptado esta resolución y dádose esta voz cuando fueron comunes entre los Siracusanos las aclamaciones, el gozo y las lágrimas, rogando a los dioses por que Dion pareciese, deseando verle y recordando su valor y denuedo en los peligros, y como no sólo era imperturbable él mismo, sino que también a ellos les daba espíritu y los conducía impávidos a los enemigos. Enviáronle, pues, al punto de los aliados a Arcónides y Telésides y otros cinco de la caballería, entre ellos Helanico. Marcharon éstos a desempeñar su comisión corriendo a rienda suelta, y llegaron a la ciudad de los Leontinos casi al fin del día. Apeáronse, y lo primero que hicieron fue ir a echarse llorosos a los pies de Dion, a quien refirieron los infortunios de los Siracusanos. Habían ya acudido algunos de los Leontinos, y los más de los Peloponenses se agolparon a Dion, pensando, por la prisa, y por los ruegos de aquellos hombres, que había ocurrido alguna grande novedad. Congregados al punto en junta pública, a la que prontamente concurrieron, y entrando Arcónides y Helanico con los que los acompañaban, expusieron brevemente el cúmulo de males que les habían sobrevenido, y rogaban a los soldados de Dion fueran en socorro delos Siracusanos, olvidándose de los agravios recibidos, pues ya los habían pagado, sufriendo mucho más de aquello que los ofendidos podían desear.