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Dispuestas así las cosas y hechas plegarias a los Dioses, se le vio marchar con sus tropas por la ciudad contra las enemigos; con que fueron grandes en los Siracusanos la algazara, el gozo y las aclamaciones, mezcladas con votos y exhortaciones, llamando a Dion salvador y numen tutelar, y a sus soldados, hermanos y ciudadanos. No había en aquella sazón ninguno tan amante de sí mismo y de la vida que no se mostrara más cuidadoso por Dion solo que por todos los demás, viéndole marchar el primero al peligro por entre la sangre, el fuego y los montones de cadáveres tendidos en las plazas. No dejaban también de infundir terror los enemigos, que, enfurecidos y soberbios, estaban formados junto al muro, al cual no se podía llegar sin gran dificultad y trabajo. Más el peligro que más fatigaba a los soldados era el del fuego, que hacía muy embarazosa su marcha, ya porque los circundaban de luz las llamas que devoraban las casas, ya porque tenían que dirigir sus pasos por entre escombros todavía ardientes, y ya porque iban tropezando sin poder sentar con seguridad los pies a causa de los grandes y continuos hundimientos, caminando, además, entre polvo mezclado de humo, con el cuidado de no desordenarse y perder la formación. Cuando ya llegaron a los enemigos, la pelea era de pocos contra pocos, por la estrechez y desigualdad del sitio; pero con la gritería y excitación de los Siracusanos, que daban ánimo a los soldados, hubieron de ceder los de Nipsio, que en su mayor parte se salvaron refugiándose a la ciudadela, que estaba inmediata; pero a los que quedaron fuera y se esparcieron por la ciudad los persiguieron los soldados de Dion y les dieron muerte. El tiempo no dio entonces oportunidad para disfrutar de la victoria, ni para hacer las demostraciones de gozo y gratitud que tan grande suceso pedía, por tener que acudir a sus casas los Siracusanos, quienes con dificultad pudieron apagar el fuego en toda aquella noche.

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