Hallándose Fárax acampado junto a Nápoles en el campo de Agrigento, condujo Dion a los Siracusanos, con intento de pelear con él en otra oportunidad; pero como Heraclides y la marinería gritasen que Dion no quería terminar la guerra por medio de una batalla, sino dilatarla para mantenerse en el mando, se vio en la precisión de trabar combate, y fue vencido. La derrota no fue grande, sino más bien una dispersión y desorden entre los soldados mismos que se alborotaron, por lo que Dion, resuelto a volver a dar batalla, los redujo al orden, persuadiéndoles e inspirándoles confianza; pero a la entrada de la noche se le dio aviso de que Heraclides, zarpando con su escuadra, navegaba sobre Siracusa, con la determinación de apoderarse de la ciudad y de negarles la entrada a él y a su ejército. Tomando, pues, consigo en el momento a los más esforzados y resueltos, caminaron a caballo toda aquella noche, y a la hora tercera del día siguiente estaban ya a las puertas, habiendo andado setecientos estadios. Como Heraclides se hubiese atrasado con sus naves, por más prisa que quiso darse, se mantuvo en el mar, y andando errante sin objeto cierto, se encontró con Gesilo de Esparta, quien le dijo que venía de Lacedemonia a ser caudillo de los Sicilianos, como antes Gilipo. Recibióle, pues, con gran complacencia y, pensando en oponerle como un antídoto a Dion, lo presentó a los aliados, y enviando un heraldo a Siracusa, propuso a los Siracusanos que admitieran aquel general Espartano. Respondióle Dion que los Siracusanos tenían bastantes generales, y si los negocios requerían absolutamente un Espartano, en él lo tenían, pues era Espartano por adopción. Con esto Gesilo cedió en la pretensión del mando, y, pasando a verse con Dion, reconcilió con él a Heraclides, que dio muchas palabras e hizo los mayores juramentos, accediendo a éstos el mismo Gesilo, que, por su parte, juró ser vengador de Dion y tomar satisfacción de Heraclides si se portase mal.