Muchos fueron los hechos dignos de memoria que entonces ejecutó, distribuyendo los honores y castigos según el mérito de cada uno; pero sólo referiré aquel que fue de mayor placer y satisfacción para él mismo y para todo Romano de buenos sentimientos. Cuando Pompeyo Magno arribó al Egipto y a Pelusio, huyendo de César, después de haber perdido aquella gran batalla, los tutores del rey, que todavía era niño, entraron en consejo con otros de sus amigos, y los dictámenes no estaban acordes, porque a unos les parecía que debía darse acogida a Pompeyo y a otros que convenía lanzarle del Egipto. Entonces un tal Teódoto de Quío, que se hallaba en la corte del rey en calidad de maestro asalariado de retórica, y que, a falta de otros hombres buenos, había sido admitido en el consejo, manifestó en su voto que erraban unos y otros, los que opinaban que se le recibiese y los que decían se le despidiera, pues lo que únicamente convenía era recibirle y darle muerte, añadiendo al terminar su discurso que hombre muerto no muerde. Siguió el conciliábulo este dictamen, y murió Pompeyo Magno, siendo ejemplar de una resolución increíble e inesperada, y víctima de la elocuencia y habilidad de Teódoto, de lo que el mismo sofista se jactaba. Llegó al cabo de poco al Egipto César, y pagando los demás su merecido, perecieron aquellos malvados malamente; pero habiendo podido Teódoto alcanzar de la fortuna algún tiempo para una vida infame, menesterosa y errante, no pudo entonces ocultarse a Bruto mientras recorría el Asia, sino que, descubierto y recibiendo el condigno castigo, la muerte fue la que le Dionombre, no la vida.