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Bruto, habiendo pasado ya de noche un arroyo cuyas orillas eran escarpadas y cubiertas de matas, no fue mucho más adelante, sino que en un sitio despejado, en el que había una piedra grande rodada, se sentó, teniendo consigo a muy pocos de los caudillos y de sus amigos, y mirando al cielo poblado de estrellas, pronunció dos versos, de los cuales el uno en esta sentencia nos le refirió Volumnio: No permitas ¡oh Zeus! que se te oculte de tantos males el autor funesto; y del otro dice que se le había olvidado. De allí a poco, nombrando a cada uno de sus amigos muertos en la batalla, lloró principalmente sobre la memoria de Flavio y Labeón, de los cuales éste era su legado, y Flavio prefecto de los operarios. En esto uno de ellos, que tenía sed y conoció que Bruto la padecía igualmente, tomando su casco se encaminó al río. Oyóse entonces ruido por uno de los lados, y Volumnio se adelantó a ver lo que era, y con él el escudero Dárdano. Volvieron de allí a poco, y preguntando por el agua, respondió Bruto a Volumnio con una modesta sonrisa: “Nos la bebimos; pero se traerá otra para vosotros”; y enviado él mismo, estuvo muy expuesto a ser cautivado de los enemigos, y con gran dificultad se salvó herido. Conjeturó Bruto que no había sido mucha la gente que había perecido en la batalla, y se ofreció Estatilio a pasar por entre los enemigos, pues de otro modo no era posible llegar al campamento, y levantando en alto un hacha encendida, si lo hallaba salvo, volver otra vez adonde estaban. El hacha bien se levantó, habiendo llegado Estatilio al campamento; pero como al cabo de largo tiempo no volviese, “Si Estatilio vive- dijo Bruto-, no dejará de venir”; pero lo que ocurrió fue que al regresar dio en los enemigos y le quitaron la vida.

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