Siendo ya alta noche, se reclinó allí mismo donde se hallaba sentado, y se puso a conversar con su esclavo Clito. Como Clito nada le respondiese, echándose sólo a llorar, se volvió hacia el escudero Dárdano y le dijo en secreto algunas palabras. Finalmente, recordando en lengua griega a Volumnio los estudios y cuestiones en que juntos se habían ejercitado, le incitaba a que, aplicando su mano a la espada, ayudase el golpe. Rehusólo con abominación Volumnio, y lo mismo todos los demás; y como alguno dijese que ya no convenía permanecer allí, sino huir, levantándose, “Huir, sin duda-repuso-: mas no por pies, sino por manos”; y alargándoles la diestra de uno en uno con el más alegre semblante, les dijo ser grande el placer que tenía en que de sus amigos ninguno se había desmentido, que sólo debía culpar a la fortuna de los males de la patria y que se reputaba a sí mismo más feliz que los vencedores, no sólo en lo anterior, sino entonces mismo, por cuanto dejaba una opinión de valor que nunca alcanzarían éstos, ni a fuerza de armas, ni a fuerza de intereses, no pudiendo desvanecer la idea de que los injustos habían oprimido a los justos, y los malos a los buenos para apoderarse de un mando que no les tocaba. Rogándoles, pues, y exhortándolos a que se salvasen, se retiró a alguna distancia con dos o tres, de los cuales era uno Estratón, que había contraído amistad con él con motivo del estudio de la oratoria. Colocóle, pues, a su lado, y afianzando con ambas manos la espada por la empuñadura, se arrojó sobre ella y murió, aunque algunos dicen que fue el mismo Estratón quien, a fuerza de ruegos de Bruto, volviendo el rostro, le tuvo firme la espada, y que él, arrojándose con ímpetu de pechos, se había atravesado el cuerpo, quedando al golpe muerto.