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Consintió que del consulado participaran y se presentaran a pedirlo cuantos quisieran; pero antes de la elección de un colega, no sabiendo lo que sucedería, y temiendo que se le opusiese o por envidia o por ignorancia, quiso proceder sólo al establecimiento de sus mejores y más saludables leyes. En primer lugar, completó el Senado, que estaba muy falto, porque unos habían muerto bajo el poder de Tarquino y otros después en la guerra, diciéndose que los que nombró fueron ciento sesenta y cuatro. Publicó luego las leyes, de las cuales las que más poder dieron a la muchedumbre fueron: la primera, la que permitió al reo apelar de la sentencia de los cónsules al pueblo; segunda, la que mandó que el que recibiese autoridad que no le hubiese conferido el pueblo, muriera por ella; y tercera, después de éstas, con la que vino en auxilio de los pobres, la que libró de tributo a los ciudadanos, haciendo que todos se aplicaran a los oficios con mayor anhelo. La que se estableció contra los desobedientes a los cónsules no pareció menos popular ni menos hecha en beneficio de la muchedumbre contra los poderosos: imponía, pues, por pena de la desobediencia la multa del valor de cinco bueyes y de dos ovejas. Era el valor de una oveja diez óbolos, y ciento el de un buey, corriendo poco entonces el dinero entre los Romanos, siendo las ovejas y demás ganado su principal riqueza; por esta causa aun ahora a la hacienda, del nombre de las reses, la llaman peculio, y en las monedas grababan en lo antiguo un buey, o una oveja, o un cerdo. Ponían también a los hijos nombres de Suilio, Bubulco, Caprario y Porcio; porque a las cabras las llaman capras y porcos a los cerdos.

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