Movía por entonces segunda vez Tarquino la guerra en la Etruria a los Romanos, y se dice que sucedió un extraordinario portento. Reinando todavía Tarquino, tenía ya casi concluido el templo de Júpiter Capitolino, y bien fuese por vaticinio que se le hizo, o por movimiento y dictamen propio, encargó a unos artistas tirrenos de la ciudad de Veyos una carroza de barro, que había resuelto poner en el remate; y al cabo de poco perdió el reino. Pusieron los Tirrenos la carroza de cuatro caballos ya formada a cocer en el horno, y no sucedió lo que era natural sucediese con el barro, que era entrarse y contraerse, disipada la humedad, sino que se dilató y ahuecó, tomando tanto bulto y tanta consistencia, que aun quitada la cubierta del horno, y derribadas las paredes, hubo dificultad para sacarla. Juzgaron los adivinos que en aquello se encerraba un gran prodigio, y que anunciaba dicha y autoridad a aquellos en cuyo poder estuviese la carroza; por lo cual determinaron los Veyanos no entregarla a los Romanos que la reclamaban, y respondieron que pertenecía a Tarquino, y no a los que le habían desterrado. Pocos días después tenían los Veyanos carreras de caballos, y por lo demás todo pasó en ellas como es de costumbre en tales espectáculos; pero con el carro vencedor sucedió que apenas el carretero salió coronado del circo, cuando espantados los caballos, sin ninguna causa conocida, sino por algún impulso superior, o por buena suerte, dieron a correr a escape hacia Roma, llevándose al carretero. De nada le sirvió a éste tirarles de las riendas y darles voces, porque le arrebataron, teniendo que ceder y sujetarse al ímpetu, hasta que llegados al Capitolio, lo echaron allí a tierra junto a la puerta que ahora llaman Ratumena. Maravillados y temerosos los Veyanos con este acontecimiento, permitieron que la carroza se devolviese a los artistas.