Con esta época, cuando la guerra estaba en su mayor fuerza, coincidió el suceso del Lago Albano, prodigio no menos digno de saberse que cualquiera otro de los increíbles como él, y que causó gran terror por falta de una causa general, y de poder el discurso asignarle un origen físico. Era la entrada del otoño, y el verano que concluía no había sido de aguas ni, que se supiese, habían reinado en él vientos húmedos que le hicieran tempestuoso; por lo tanto, teniendo la Italia muchos lagos, ríos y arroyos, éstos habían faltado enteramente, aquellos apenas y con gran dificultad se sostenían, y todos los ríos, como sucede siempre en el verano, corrían escasos y apocados. Pues el Lago Albano, que en sí mismo tiene su principio y su fin, circundado de montañas fértiles, sin causa alguna, como no fuese divina, se veía manifiestamente que había crecido, e iba hinchándose, superando las faldas de los montes, y llegando a igualar los collados que tenía alrededor, con mansedumbre y sin ser agitado con olas. Al principio sólo fue prodigio para pastores y vaqueros; pero cuando luego, alzada la corriente, como si rompiese un istmo, llegó a romper, por su cantidad y por su peso, los estorbos que contenían el agua, y descendió en grandes raudales por los campos y las arboledas hasta el mar, entonces no solamente dejó asombrados a los Romanos, sino que hizo entender a todos los que habitaban la Italia que no podía ser cosa pequeña la que anunciaba. Hablábase asimismo mucho de este accidente en el ejército que sitiaba a Veyos, de modo que aun entre los sitiados se tuvo de él noticia.