El Senado, para el año décimo de esta guerra, abrogó todas las demás magistraturas, y nombró dictador a Camilo, quien eligió para maestro de la caballería a Cornelio Escipión. Empezó por hacer estas plegarias y votos a los Dioses, que si tenía glorioso fin la guerra daría grandes juegos y consagraría un templo a la Diosa, a quien llaman madre Matuta los Romanos. Puede pensarse que ésta es la misma que Leucotoe, por la especie de ritos que en su culto se practican; porque introduciendo una esclava a su santuario, le dan de bofetadas, y después la lanzan fuera; a los hijos de los hermanos los ponen en el regazo en vez de los propios, y ejecutan cosas muy parecidas a las de las nodrizas de Baco, y a los errores y trabajos que a causa de la combleza sufrió Ino. Hechas las plegarias, invadió Camilo el país de los Faliscos, y a éstos, y a los Capenates, que vinieron en su auxilio, los derrotó en una gran batalla. Volvió luego la atención al sitio de Veyos, y considerando que el asaltar los muros era obra larga y difícil, practicó minas, cediendo el terreno de las inmediaciones de la ciudad a la azada, y permitiendo llevar profundo el trabajo, sin que pudiesen sentirlo los enemigos. Alentada con esto la esperanza, comenzó él mismo a dar el asalto por la parte de afuera para atraer los ciudadanos a la muralla, y otros, caminando ocultamente por las minas, llegaron, sin ser percibidos, hasta estar dentro del alcázar, junto al templo de Juno, que era el más grande y de mayor veneración en la ciudad. Dícese que a esta sazón se hallaba allí el caudillo de los Tirrenos, celebrando cierto sacrificio, y que el agorero, al registrar las entrañas, dio una gran voz, diciendo: “Dios da la victoria al que termine este sacrificio”; lo cual, oído por los Romanos desde las minas, rompiendo al punto el pavimento, y echando mano a las armas con estrépito y gritería, asombrados los enemigos, dieron a huir, y ellos entonces, apoderándose de las entrañas, corrieron con ellas a Camilo; pero esto parecerá quizá que tiene el aire de fábula. Tomada la ciudad a viva fuerza, y encontrando y recogiendo en ella los Romanos una inmensa riqueza, al ver Camilo desde el alcázar lo que pasaba, al principio se quedó suspenso, y se le cayeron las lágrimas; después, como le felicitasen todos por el suceso, levantando las manos a los Dioses, y haciéndoles plegarias: “Jove Máximo- dijo- y vosotros Dioses, que sois testigos de las buenas y de las malas obras, bien sabéis que no contra justicia, sino en debida defensa, nos hemos apoderado de la ciudad, de unos hombres protervos e inicuos; mas si acaso, en cambio de este tan feliz suceso, somos deudores de alguna pena, os pido que por la ciudad y ejército de los Romanos venga ésta a parar sobre mí con el menor daño posible”. En esto, volviéndose sobre la derecha, como es costumbre de los Romanos en sus plegarias, tropezó en el mismo acto, y como se sobresaltasen los circunstantes, rehaciéndose prontamente de la caída: “Según mi súplica- dijo- me ha sobrevenido una caída ligera por una felicidad tan extraordinaria”.