Navegando al Ponto con una armada considerable y perfectamente equipada, hizo en favor de las ciudades griegas cuanto acertaron a desear, tratándolas con humanidad; a las naciones bárbaras de los alrededores, a sus reyes y a sus príncipes les puso a la vista lo grande de su poder, su osadía y la confianza con que los Atenienses navegaban por donde les placía, teniendo bajo su dominio todo el mar. A los Sinopeses les dejó trece naves mandadas por Lámaco y tropas contra el tirano Timesileón; y luego que hubieron derribado a éste y a sus partidarios, decretó que de los Atenienses pasaran a Sinope seiscientos voluntarios, y habitaran con los Sinopeses, repartiéndose las casas y el terreno que fueron antes de los tiranos. En lo demás no condescendía ni convenía con los conatos que se mostraban los ciudadanos, engreídos desmedidamente con tanto poder y tanta fortuna de apoderarse otra vez del Egipto y conmover el poder del Rey por la parte del mar. A muchos los traía ya entonces alborotados aquella ardiente y malhadada codicia de la Sicilia, que inflamaron más adelante los oradores partidarios de Alcibíades; y aun había quien soñaba con la Etruria y Cartago, no sin esperanza, por la extensión de su presente hegemonía y la prosperidad de los sucesos.