Convirtiendo así Fabio la atención de la muchedumbre hacia la religión, la hizo concebir mejores esperanzas, y poniendo él en sí mismo toda la confianza de la victoria, bien cierto de que Dios da la dicha a los hombres por medio de la virtud y la Prudencia, partió en busca de Aníbal no para dar batalla, sino con la determinación de quebrantar y aniquilar en éste, con el tiempo, la pujanza; con la sobra de los Romanos, su escasez de medios, y con la población de Roma, su corto número. Así siempre se le veía por alto a causa de la caballería enemiga, poniendo sus reales en lugares montañosos; en reposo, si Aníbal se estaba quieto, y si éste se movía siguiéndole alrededor de las eminencias, y apareciéndose siempre en disposición de que no se le pudiera obligar a pelear sí no quería; pero infundiendo al mismo tiempo miedo a los enemigos con aquel cuidado, como si les fuese a presentar batalla. Dando de esta manera tiempo al tiempo, todos le tenían en poco, hablándose mal de él aun en su mismo ejército, y lo que es a los enemigos todos, excepto a Aníbal, les parecía sumamente irresoluto, y que no era para nada. Él sólo penetró su sagacidad y el género de guerra que se había propuesto hacerle, y reflexionando que era preciso por todos medios de maña y de fuerza mover a aquel hombre, sin lo cual eran perdidas las cosas de los Cartagineses, no pudiéndose hacer uso de aquellas armas en que eran superiores, y apocándoseles y gastándoseles cada día en balde aquellas de que ya escaseaban, que era la gente y los caudales, echando mano de todo género de artificios y escaramuzas militares y buscando, a manera de buen atleta, algún asidero, hacía tentativas, ya acercándosele, ya causando alarmas, y ya llamándole por diferentes partes, todo con el objeto de sacarle de sus propósitos de seguridad. Mas en él su juicio, que estaba siempre aferrado a sólo lo que convenía, se mantenía constantemente firme e invariable. Incomodábale también el maestre de la caballería, Minucio, ansioso intempestivamente de pelear, sumamente arrojado y que en este sentido arengaba al ejército, al que él mismo había llenado de un ímpetu temerario y de vana confianza; así los soldados se burlaban de Fabio llamándole el pedagogo de Aníbal, y a Minucio le tenían por varón excelente y por general digno de Roma. Concibiendo con esto más animo y temeridad, decía, en aire de burla, que aquellos campamentos por las alturas eran teatros que el dictador les proporcionaba para que pudieran ver las devastaciones e incendios de la Italia, Preguntaba también a los amigos de Fabio si pensaba subir el ejército al cielo desconfiado ya de la tierra, o esconderse entre las nubes y las nieblas para escapar de los enemigos. Referían los amigos a Fabio estos insultos, y como le excitasen a que con pelear borrara esta afrenta: “Entonces sería yo más tímido que ahora-les dijo-si por miedo de los dicterios y de ser escarnecido me apartara de mis determinaciones. El miedo por la patria no es vergonzoso, mientras que el salir de sí por las opiniones de los hombres, por sus calumnias y sus reprensiones no es digno de un varón de tanta autoridad, sino del que se esclaviza a aquellos a quien debe mandar, y aun dominar, cuando piensan desacertadamente”.