Llamaron a Fabio a Roma después de estos sucesos los sacerdotes para ciertos sacrificios, y entregó el mando a Minucio, no sólo con precepto que como emperador le imponía de no entrar en batalla ni tener reencuentros con los enemigos, sino haciéndole sobre ello encarecidas instancias, de las que él hizo tan poca cuenta, que al punto se puso a provocarlos; y habiendo observado en una ocasión que Aníbal había destacado la mayor parte del ejército a acopiar víveres, atacó a los que habían quedado, los encerró dentro del vallado, con pérdida de no pocos, y aun a todos les hizo concebir temores de que los tenía sitiados. Recogió después Aníbal todas sus fuerzas a los reales, y él se retiró con la mayor seguridad, muy ufano por su parte con lo hecho, y habiendo inspirado al ejército un desmedido arrojo. Muy pronto llegó a Roma la noticia, exagerada mucho más allá de lo cierto; y cuando la oyó Fabio: “Lo que más temo- dijo- es esta buena suerte de Minucio”. Mas el pueblo se ensoberbeció; y habiendo corrido a la plaza con grande regocijo, entonces el tribuno Metilio, subiendo a la tribuna, empezó a arengarle, celebrando mucho a Minucio, acusando a Fabio no ya de flojedad y cobardía, sino de traición, y culpando juntamente a muchos de los más poderosos y principales de que desde el principio, con la mira de humillar a la plebe, quisieron atraer la guerra y arrojar la ciudad en una monarquía ilimitada, la que dando largas a los negocios, facilitara a Aníbal traer de nuevo otro ejército del África, como dueño ya de la Italia.