¡En tan mala situación se hallaban los Romanos! Pero Fabio no ignoraba su conflicto; antes, habiendo previsto, según parece, lo que iba a suceder, tenía todas las tropas prontas sobre las armas, y para saber lo que pasaba no se valió de espías, sino que él mismo se puso de atalaya delante del campamento. Luego que vio cortado y desordenado el ejército, y llegó a sus oídos la gritería de los que no guardaban formación, sino que huían espantados, dándose una gran palmada en el muslo y sollozando profundamente: “¡Por Hércules- exclamó-, cómo Minucio se ha perdido más presto de lo que yo esperaba, aunque quizá más tarde de lo que él hubiera deseado!” Y dando orden de sacar sin dilación las banderas, y de que le siguiese el ejército: “¡Éste, oh soldados- gritó-, éste es el momento de que se apresure el que conserve en su memoria a Marco Minucio, porque es un varón excelente y amante de su patria, y si en algo ha errado, con el deseo de arrojar cuanto antes a los enemigos, después le daremos las quejas!” Corre, pues, el primero, dispersa a los Númidas que discurrían por el llano, y en seguida se dirige contra los que combatían por retaguardia a los Romanos, matando a los que encuentra, con lo que los demás ceden y toman la fuga para no ser alcanzados y que no les suceda verse en el mismo caso en que ellos habían puesto a los Romanos. Aníbal, al ver aquella mudanza, y que Fabio, con más ardor del que a su edad correspondía, trepaba hacia el collado a unirse con Minucio, haciendo con la trompeta señal de retirada, volvió su ejército a los reales, y también los Romanos se retiraron contentos. Cuéntase que Aníbal, en esta retirada, hablando de Fabio, dijo con chiste a sus amigos una especie como ésta: “¿No os predije yo muchas veces que aquella nube, agarrada siempre a los montes, algún día arrojaría agua con huracán y con tormenta?”.