Minucio miró esta amonestación como jactancia de un viejo, y haciéndose cargo de las fuerzas que le habían cabido en suerte, se fue a acampar solo y aparte; teniendo Aníbal noticia de cuanto pasaba, y estando en acecho de cualquier ocasión. Había en medio un collado, no difícil de tomar, y tomado, muy seguro para un campamento, con bastante extensión para todo. El terreno de alrededor, visto de lejos, parecía igual y llano, porque estaba despejado: pero tenía algunas acequias y, además, algunas cuevas. Podía muy bien Aníbal tomar, sin hacerse sentir, este collado; mas no quiso, sino que lo dejó para ocasión o motivo de venir a las manos. Luego que vio a Minucio separado de Fabio, escondió de noche en las acequias y en las cuevas a algunos de sus soldados, y al rayar el día, abiertamente envió otros en corto número a ocupar el collado, para llamar y hacer caer hacia aquel paraje a Minucio, y así cabalmente sucedió. Primero envió éste las tropas ligeras; después, la caballería, y a la postre, viendo que Aníbal enviaba socorro a los del collado, bajó con todas sus fuerzas en orden de combatir, y habiendo trabado una recia batalla, atropellaba a los que sostenían aquella altura, envuelto con ellos en una lucha muy igual; hasta que, observándole Aníbal completamente engañado y que dejaba la espalda enteramente descubierta a los de la celada, dio a éstos la señal; salieron entonces por diversas partes a un tiempo; y los acometieron con gritería, y, destrozando la retaguardia, es inexplicable la turbación y abatimiento que cayo sobre los Romanos. Quebrantóse también la arrogancia del mismo Minucio, que dirigía sus miradas ya a este, ya al otro caudillo, no osando ninguno mantenerse en su puesto, sino entregándose todos a la fuga, que no les fue de provecho, porque los Númidas, que eran ya dueños del terreno, acabaron con los dispersos.