Enviado por este tiempo a España Cornelio Escipión, había arrojado de ella a los Cartagineses, venciéndolos en diferentes batallas, y habiendo sujetado muchas provincias y grandes ciudades y hecho brillantes hazañas, había adquirido entre los Romanos un amor y una gloria cual nunca otro alguno. Eligiósele cónsul, y notando que el pueblo exigía y esperaba de él hechos muy gloriosos, el combatir allí con Aníbal lo tenía como por anticuado y por cosa de viejos, y, en vez de esto, meditaba talar a la misma Cartago y al África; llenándolas súbitamente de armas y de tropas, y trasladar allá la guerra desde la Italia, procurando con todo empeño hacer adoptar al pueblo este pensamiento. Mas Fabio trataba de inspirar a la ciudad el mayor miedo, haciéndole entender que por un joven de poca experiencia eran impelidos al extremo y mayor peligro, no omitiendo, para apartar de esta idea a los ciudadanos, medio alguno, o de palabra o de obra, y lo que es al Senado logró persuadírselo; pero el pueblo sospechó que miraba con envidia la prosperidad de Escipión, y que recelaba no fuera que ejecutando éste algún hecho grande y memorable, con el que, sea que acabara del todo la guerra o la sacara de la Italia, pareciese que él mismo en tanto tiempo había peleado decidiosa y flojamente. Es de creer que al principio no se movió Fabio a contradecir con otro espíritu que el de su seguridad y previsión, temeroso del peligro, y que después llevó más adelante la oposición por amor propio y por terquedad, impidiendo los adelantamientos de Escipión; así es que al colega de Escipión, Craso, lo persuadió a que no cediese a aquel el mando, ni fuese condescendiente, y que si por fin se decretase lo propuesto, navegara él mismo contra los Cartagineses; y de ningún modo permitió que se dieran fondos para la guerra. Obligando, por tanto, a Escipión a ponerlos por su cuenta, los tomó de las ciudades de la Etruria, que particularmente le miraban con inclinación y deseaban servirle. A Craso le retuvieron en casa, de una parte, su propia índole, que no era pendenciera, sino benigna, y de otra, la ley, porque era a la sazón Pontífice máximo.