Alcibíades, teniendo ya deseo de volver a ver a Atenas, y más todavía de ser visto de los ciudadanos, después de haber vencido tantas veces a los enemigos, dio la vela con esta dirección, yendo las galeras áticas adornadas en derredor con muchos escudos y despojos, llevando a remolque muchas naves tomadas y ostentando en mayor número todavía las banderas de las que habían sido vencidas y echadas a pique, que entre unas y otras no bajaban de doscientas. Mas lo que añade a esto Duris de Samo, que se da por descendiente de Alcibíades, diciendo que Crisógono, coronado en los juegos píticos, les llevaba la cadencia a los remeros con la flauta; que daba las órdenes Calípides, actor de tragedias, adornado de un rico vestido, con el manto real y todo el demás aparato de teatro, y que la capitana entró en el puerto con una vela de púrpura, como si viniera de un convite bacanal, no lo refiere ni Teopompo, ni Éforo, ni Jenofonte; además de que no es de creer que se presentara a los Atenienses con tan insolente lujo, volviendo del destierro, y después de haber pasado tantos trabajos. Antes, entró temeroso, y estando ya en el puerto, no saltó en tierra hasta que, hallándose sobre cubierta, vio que iba a presentársele su primo Euriptólemo y muchos de sus amigos y deudos, que, yendo a recibirle, le estaban llamando. Luego que estuvo en tierra, cuantos iban al encuentro ni siquiera parece que veían a los otros generales, sino que, puesta la vista en él, le aclamaban, le saludaban, le acompañaban, y acercándosele le ponían coronas; los que no podían llegarse a él le miraban de lejos, y los ancianos se lo mostraban a los jóvenes. Con aquel gozo de la ciudad se mezclaron también muchas lágrimas, y la memoria, en tanta prosperidad, de las pasadas desgracias, haciendo cuenta de que ni habrían dejado de tomar la Sicilia, ni les habría salido mal nada de lo que se prometían si hubieran dejado a Alcibíades el mando en aquellas empresas y sobre aquellas fuerzas; pues que aun ahora, tomando a su cargo la ciudad desposeída casi del todo del mar y dueña en la tierra apenas de sus arrabales, dividida además y sublevada contra sí misma, levantándola en tan débiles y apocadas ruinas no solamente le había restituido el imperio del mar, sino que hacía ver que también por tierra doquiera había vencido a sus enemigos.