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Siendo entre los que en el ejército miraban mal a Alcibíades el mayor enemigo suyo Trasíbulo, hijo de Trasón, marchó a Atenas para acusarle; y acalorando a los que allí tenía, hizo entender al pueblo que Alcibíades había desgraciado los negocios de la república y perdido las naves por abusar de la autoridad, dando el mando a hombres que con francachelas y con las fanfarronadas propias de los marinos granjeaban todo su favor, para que él, andando de una parte a otra, pudiera enriquecerse y entregarse a sus desórdenes en el beber y liviandades con sus amigas abidenas y jonias, sin embargo de navegar bien cerca los enemigos. Culpábanle asimismo de la prevención de la muralla que habían hecho construir en Tracia a la parte de Bisanta, para refugio suyo, por no poder o no querer vivir en la patria. Arrastrados de estas inculpaciones los Atenienses, eligieron otros generales, poniendo de manifiesto su encono y malignas ideas contra Alcibíades; el cual, luego que lo entendió, por temor se retiró en un todo del ejército, y haciendo recluta de extranjeros, se dedicó a hacer la guerra por su cuenta a los Tracios, que no reconocían rey, y allegó mucho caudal de los que sojuzgó, poniendo al mismo tiempo a los Griegos establecidos por aquellos contornos en plena seguridad de parte de los bárbaros. Con todo, más adelante, cuando los generales Tideo, Menandro y Adimanto, que con todas las naves que les habían quedado a los Atenienses estaban en el puerto de Egos Pótamos, solían ir todas las mañanas muy temprano en busca de Lisandro, surto con las naves de los Lacedemonios en Lámpsaco para provocarle, y volviéndose después al mismo puesto, pasaban el día desordenada y descuidadamente como despreciando a éstos, Alcibíades, que se hallaba cerca, no lo miró con indiferencia y abandono, sino que, montando a caballo, advirtió a los generales que estaban mal apostados en un país que carecía de puertos y de ciudades, forzados a hacer provisiones en Sesto, que les caía muy lejos, y teniendo en tanto abandonada la tripulación en tierra, yéndose cada uno y esparciéndose por donde le daba la gana, cuando tenían al frente la escuadra enemiga, acostumbrada a ejecutar sin rebullirse cuanto manda un hombre solo.

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