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Era muy sensible a los Atenienses verse despojados del imperio y superioridad; pero después que Lisandro los privó además de la libertad, poniendo la ciudad en manos de los Treinta Tiranos, aquellas reflexiones que no les ocurrieron cuando les habrían servido para su salud las hicieron entonces, cuando todo estaba perdido, con lamentaciones y quejas, trayendo a la memoria sus errores y desaciertos y teniendo por el mayor este segundo encono que habían concebido contra Alcibíades, porque fue depuesto del mando cuando él mismo en nada había faltado y sólo porque se habían incomodado con un subalterno que ignominiosamente había perdido unas cuantas naves, con mayor ignominia habían privado a la ciudad del más esforzado y experimentado de sus generales. Con todo, aun en medio de las calamidades que los rodeaban, entreveían una sombra de esperanza de que del todo no caería la república mientras Alcibíades existiese; porque si antes, cuando fue desterrado, no pudo sufrir el vivir en el ocio y en el reposo, tampoco ahora, a no estar del todo imposibilitado, llevaría con paciencia que los Lacedemonios les hicieran agravios y que los treinta los trataran con vilipendio. Ni era extraño que a estos sueños se entregaran los demás, cuando los mismos treinta no se aquietaban sin pensar e inquirir sobre él y sin mover frecuente conversación de lo que hacía y de lo que pensaba. Últimamente, Cricias hizo entender a Lisandro que, no viviendo en democracia los Atenienses, podía tenerse por seguro el imperio de los Lacedemonios sobre la Grecia, pero que por más sumisos y obedientes que se mostrasen a la oligarquía, mientras Alcibíades viviese no los dejaría permanecer quietos en el orden establecido. Sin embargo, para que Lisandro accediese a estas sugestiones, fue al fin preciso que viniera de Esparta una orden por la que se le mandaba que se quitara a Alcibíades del medio, bien fuera porque temiesen su actividad y grandeza de alma, o bien porque quisieran complacer a Agis.

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