De esta manera los juicios, si no dominan a las acciones, tomando seguridad y fuerza de la razón y de la filosofía, fluctúan y son fácilmente trastornados por cualesquiera alabanzas o reprensiones, destituidos del fundamento del discurso propio; no basta en verdad que la acción sea honesta y justa, sino que es menester que el dictamen según el cual se emprende sea firme e incontrastable, para que obremos con meditada resolución; y no suceda que, así como los glotones se abalanzan con repentino apetito a los manjares que tienen a la vista, fastidiándolos luego que se han hartado, de la misma manera nosotros, ejecutadas las acciones, nos desalentamos por debilidad, marchitada ya entonces la opinión y apariencia de la virtud. Porque el arrepentimiento hace indecoroso lo más honestamente ejecutado, mientras que la determinación apoyada en la ciencia y el raciocinio nunca se muda, aunque los efectos no correspondan. Por eso Foción el Ateniense, que se había opuesto a los proyectos de Leóstenes, cuando apareció que éste había salido con ellos y vio a los Atenienses que hacían sacrificios y estaban muy hinchados con la victoria, dijo que bien quisiera que por él se hicieran aquellas demostraciones, pero que no mudaba de consejo: siendo aún más decisivo lo ocurrido con Arístides Locrio, uno de los amigos de Platón, el cual, habiéndole pedido Dionisio el mayor a una de sus hijas por mujer, respondió: “Más quisiera ver muerta a mi hija que casada con un tirano”; y después, habiendo hecho Dionisio al cabo de poco tiempo dar muerte a sus hijos, y preguntándole por insulto si estaba todavía en el mismo propósito en cuanto a la concesión de la hija, le contestó que, aunque sentía mucho lo sucedido, no se arrepentía de su anterior respuesta: mas estos rasgos quizás son de una virtud más elevada y más perfecta.