Emilio se vio en la precisión de ordenarlo muy contra su naturaleza, que era benigna y apacible; y una vez ejecutado bajó a Orico, de donde, hecha la travesía para la Italia con sus tropas, subió luego por el río Tíber en una galera real de diez y seis remos, adornada con armas de las cogidas a los enemigos y con ropajes de grana y de púrpura; de modo que los Romanos, que por las orillas concurrían como a un espectáculo triunfal, gozaron anticipadamente de su pompa, llegando bien adelante, por cuanto la corriente apenas daba paso a la embarcación. Repararon entonces los soldados en el inmenso botín, y como, no les había tocado lo que deseaban, incomodáronse dentro de sí mismos por esta causa, quedando muy irritados contra Emilio; pero en público se quejaron de que los había tratado dura y despóticamente, y con este pretexto no hicieron gran empeño para que se le decretara el triunfo. Llególo a entender Sergio Galba, enemigo de Emilio, que había sido tribuno bajo sus órdenes, y se presentó a sostener decidida y manifiestamente que no debía concedérsele. Levantándole, pues, entre la turba militar muchas calumnias, y atizando el encono con que ya le miraban, pidió a los tribunos de la plebe otro día, porque aquel no podía bastar para la acusación, no quedando ya sino cuatro horas. Mas los tribunos le prescribieron que dijese lo que tuviera que decir, y él, empezando de muy lejos y haciendo un discurso lleno de toda especie de dicterios, consumió todo el tiempo; y como, por haberse hecho de noche, los tribunos disolviesen la junta, los soldados se unieron a Galba, tomando con éste bríos, y animándose unos a otros se volvieron a presentar muy de mañana en el Capitolio: porque allí habían de tener los tribunos la nueva junta.