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Habiendo ordenado convenientemente todos sus negocios, se despidió de los Griegos, y exhortando a los Macedonios a que tuvieran en memoria la libertad recibida de los Romanos, y a que la conservasen con las buenas leyes y la concordia, se retiró a Epiro, por haber recibido un decreto del Senado, en el que se le prescribía que de aquellas ciudades tomara con qué socorrer a los soldados que bajo sus órdenes habían peleado en la batalla contra Perseo. Propúsose que se cayera sobre todos repentinamente y cuando nadie lo esperase, para lo que hizo comparecer a diez hombres de los principales de dicha ciudad, y les dio orden de que cuanta plata y oro hubiese en las casas y en los templos la recogiesen para el día señalado; dio a cada diputación, como si fuera para aquel objeto, una escolta de soldados y un caudillo, el cual había de aparentar que buscaba y recogía el dinero. Llegado el día, a una y en un mismo momento se entregaron todos a la persecución y saqueo de los enemigos; de manera que en sola una hora hicieron cautivos a ciento cincuenta mil hombres y arrasaron setenta ciudades, y no vino a recibir cada soldado en donativo arriba de once dracmas, con haber sido tal la destrucción y ruina: horrorizando a todos el fin de esta guerra, viendo que tan poca era la utilidad y ganancia que a cada uno había resultado del destrozo de toda una nación.

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