Durmiendo, pues, Pelópidas en el campamento, le pareció estar viendo a aquellas jóvenes llorar sobre sus sepulcros y hacer imprecaciones contra los Espartanos, y que Escedaso le prevenía que sacrificase allí en honor de sus hijas una virgen rubia, si quería alcanzar victoria de sus enemigos. Por más que el mandato le pareció duro e injusto, se levantó y fue a proponerlo a los agoreros y a los caudillos. Unos decían que no era cosa de despreciarlo o de no creerlo, recordando los ejemplos de Meneceo, hijo de Creón; de Macaria, hija de Heracles; más adelante el de Ferecides el sabio, a quien los Lacedemonios dieron muerte, y cuya piel, según cierto vaticinio, estaba confiada a la custodia de sus reyes; el de Leónidas, que, cumpliendo con el oráculo, se ofreció en cierta manera en sacrificio por la salud de la Grecia; y también el de los que fueron inmolados por Temístocles a Baco Omesta o el terrible, antes de darse el combate naval de Salamina; de todos los cuales dan testimonio las mismas víctimas. Por el otro extremo, habiendo pedido la Diosa a Agesilao, al modo que a Agamenón cuando hacía la guerra en los mismos lugares que éste y contra los mismos enemigos, que le ofreciese en víctima su hija, visión que tuvo en Áulide entre sueños; como por ternura no hubiese hecho semejante ofrenda, tuvo que disolver el ejército, retirándose sin gloria ni utilidad. Otros, al contrario, sostenían que a la naturaleza excelente y superior a nosotros no podía serle agradable tan bárbaro e injusto sacrificio, pues que no estamos sujetos al imperio de aquellos Titanes o aquellos Gigantes, sino al del padre de todos los Dioses y los hombres; y el creer que hay Genios maléficos que se complacen en la carnicería y la sangre de los hombres debe probablemente tenerse por absurdo, mas, aunque los haya, debemos no hacer caso de ellos, como que nada pueden; pues que la impotencia y la perversidad de ánimo van naturalmente unidas a los irracionales y malignos deseos.