Por llamamiento de los Romanos volvió Marcelo a la guerra prolongada y doméstica, trayendo la mayor y más rica parte de las ofrendas votivas de los Siracusanos, para que sirviesen de recreo a su vista en el triunfo y a la ciudad de ornato; porque antes no había ni se conocía en ella objeto exquisito y primoroso, ni se veía nada que pudiera decirse gracioso, pulido y delicado, estando llena de armas de los bárbaros y de despojos sangrientos, que no hacían una vista alegre y exenta de temor y miedo propia de espectadores criados con regalo, sino que, como Epaminondas llamaba orquesta de Ares al territorio de la Beocia, y Jenofonte a Éfeso arsenal de la guerra, de la misma manera parece que cualquiera daría a Roma, según el lenguaje de Píndaro, la denominación de campo consagrado al belicoso Marte. Por esta causa Marcelo, que adornó la ciudad con objetos vistosos y agradables, en que se descubría la gracia y elegancia griega, se ganó la benevolencia del pueblo; pero Fabio Máximo, la de los ancianos, porque no recogió esta clase de objetos, ni los trasladó de Tarento cuando la tomó, sino que los otros bienes y las otras riquezas los extrajo; pero se dejó las estatuas, pronunciando aquella sentencia tan conocida: “Dejemos a los Tarentinos sus Dioses irritados”. Reprendían, pues, a Marcelo, lo primero porque había concitado odio y envidia a la ciudad, llevando en triunfo no sólo hombres, sino Dioses, cautivos, y lo segundo, porque al pueblo, acostumbrado a pelear y labrar, distante del regalo y la holgazanería, y que era a semejanza del Heracles de Eurípides. Nada artero en el mal, para el bien recto le llenó de ocio y de parlanchinería sobre las artes y los artistas, haciéndose placero y consumiendo en esto la mayor parte del día. Con todo, él hacía gala, aun entre los Griegos, de haber enseñado a los Romanos a apreciar y tener en admiración las preciosidades y primores de la Grecia, que antes no conocían.