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Hechos que fueron todos los sacrificios y purificaciones que los agoreros decretaron, partió con su colega a la guerra; y puesto entre las ciudades de Bancia y Venusia, provocó por bastante tiempo a Aníbal, el cual no bajó a presentar batalla; pero habiendo entendido que aquellos habían enviado tropas a los Locros Epicefirios, armándoles una celada al pie de la montaña de Petelia, les mató dos mil y quinientos hombres. Enardeció más esto a Marcelo para la batalla, y así acercó todavía mucho más sus fuerzas. En medio de los dos campos había un collado, que ofrecía bastante defensa, aunque poblado de muchos arbustos; el cual, además, tenía cañadas y concavidades a una y otra falda, abundando también en fuentes que despedían raudales de agua. Maravilláronse, pues, los Romanos de Aníbal que, habiendo sido el primero en tomar posiciones, no había ocupado aquel lugar, sino que lo había dejado a los enemigos; y es que, no obstante haberle parecido a propósito para acampar, lo juzgó más propio para poner celadas; y, prefiriendo el destinarlo a este objeto, sembró de tiradores y lanceros la espesura y las cañadas, persuadido de que la disposición del terreno atraería a los Romanos: esperanza que no le salió vana, porque al momento se movió en el ejército romano la conversación de que era preciso ocupar aquel puesto; y echándola de generales anunciaban que serían muy superiores a los enemigos fijando allí su campo o fortificando aquella altura. Túvose por conveniente que Marcelo se adelantase con algunos caballos a hacer un reconocimiento, mas antes, teniendo consigo un agorero, quiso sacrificar: y muerta la primera víctima, le mostró el agorero el hígado, que carecía de asidero; sacrificada luego la segunda, apareció un asidero de extraordinaria magnitud, y todo se manifestó sumamente fausto, con lo que se creyó desvanecido el primer susto: con todo, los agoreros insistían en que todavía aquello inducía mayor miedo y terror, porque la mezcla de lo próspero con lo adverso debía hacer sospechar mudanzas. Mas, como decía Píndaro: Al hado estatuido no le atajan ni fuego ardiente ni acerado muro. Marchó, pues, llevando consigo a su colega Crispino, y a su hijo, que era tribuno, con unos doscientos y veinte de a caballo, entre los cuales no había ningún Romano, sino que los más eran Etruscos, y como cuarenta Fregelanos, que siempre se habían mostrado obedientes y fieles a Marcelo. Como el collado era, según se ha dicho, poblado de espesura y sombrío, un hombre sentado en la eminencia estaba en observación de los enemigos, registrando, sin ser visto, el ejército de los Romanos, y, dando aviso de lo que pasaba a los lanceros, dejaron éstos que Marcelo, que se adelantaba en su reconocimiento, llegase cerca, y levantándose de pronto le cercaron a un tiempo por todas partes y empezaron a tirar dardos, a herir y a perseguir a los fugitivos, trabando pelea con los que hacían frente, que eran solos los cuarenta Fregelanos; los Etruscos, en efecto, fueron ahuyentados desde el principio, y éstos, dando la cara, se defendieron, protegiendo a los cónsules, hasta que Crispino, herido con dos dardos, dio a huir con su caballo y Marcelo fue traspasado por un costado con un hierro ancho, al que los Romanos llaman lanza. Entonces los pocos Fregelanos que estaban presentes le abandonaron viéndole ya en tierra, y arrebatando al hijo, que también se hallaba herido, se retiraron al campamento. Los muertos fueron poco más de cuarenta, quedando cautivo de los lictores cinco, y de los de a caballo diez y ocho. Murió también Crispino de sus heridas, habiendo sobrevivido muy pocos días; y entonces por la primera vez sufrieron los Romanos un descalabro nunca antes visto, que fue morir los dos cónsules en un mismo combate.

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