Restituidos a la ciudad los Atenienses, observó Aristides que mostraban deseos de restablecer la perfecta democracia, y como, por una parte, considerase a aquel pueblo muy digno de consideración, y por otra, no juzgase fácil el oponérsele, siendo poderoso en armas y hallándose ensoberbecido con sus victorias, escribió decreto para que el gobierno fuese común e igual a todos, y los Arcontes se eligiesen de entre todos los Atenienses. Anunció Temístocles al pueblo que había concebido un proyecto que no podía revelarse, pero sumamente útil y saludable a la ciudad; acordaron, por tanto, que a nadie se dijese, sino a sólo Aristides, y él solo lo aprobase. Reveló, pues, a éste que tenía pensado poner fuego a la armada de los Griegos, porque con esto serían los Atenienses los más poderosos y árbitros de la suerte de los demás; entonces Aristides, presentándose al pueblo, le dio parte de que el proyecto que Temístocles tenía meditado no podía ser ni más útil ni más injusto; oído lo cual resolvieron los Atenienses que Temístocles abandonara su pensamiento: ¡Tan amante era entonces aquel pueblo de la justicia! ¡Y tanta era la confianza y seguridad que le inspiraba un hombre solo!