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Propúsose en una ocasión retraer al pueblo romano al intento a que le veía decidido de que se hiciera dis- tribución y repartimiento de trigo, y para ello empezó su discurso de esta manera: “Ardua cosa es ¡oh ciudadanos! quererse hacer entender del vientre, que no tiene oídos”. Censuraba otra vez el lujo, y dijo que era muy difícil se salvase una ciudad en la que se vendía más caro un pescado que un buey. Comparaba los Romanos a las ovejas, porque decía que a éstas una a una se las lleva muy mal, y juntas siguen fácilmente unas tras otras a los conductores. “Y de la misma manera vosotros- añadió-, de hombres de quienes cada uno en particular no se valdría para tomar consejo, sois seducidos y atraídos cuando os veis juntos y congregados en uno”. Hablando del poder e influjo que las mujeres tenían, “los demás hombres- dijo- mandan a las mujeres; pero nosotros a todos los hombres, y las mujeres a nosotros”; lo que viene a ser uno de los apotegmas que se cuentan de Temístocles, porque éste, como recabase de él muchas cosas su hijo por medio de la madre, “mira, mujer- le dijo-, los Atenienses mandan a los Griegos; yo, a los Atenienses; tú, a mí, y a ti, el hijo; por tanto, vete a la mano en tu autoridad, por la que aquel, con no tener el mayor juicio, manda sobre todos los Griegos”. Decía que el pueblo romano no sólo ponía precio a la púrpura, sino también a las ocupaciones; porque así como los tintoreros tiñen más ropas de aquel color que ven estar más en moda, del mismo modo los jóvenes a aquello se aplican y dedican más que ven en mayor estimación y alabanza. Exhortábalos a que si se habían hecho grandes con la virtud y la moderación, no empezaran a usar de peores medios, y a que si se habían engrandecido con la destemplanza y la maldad, se convirtieran a lo mejor, pues ya con aquellas se habían hecho bastante grandes. De los que solicitaban repetidas veces las magistraturas decía que, como si no supieran el camino, buscaban el ir siempre con lictores para no perderse. Reprendía a los ciudadanos de que eligiesen muchas veces los mismos magistrados; “porque dais a entender- decía- que no tenéis en mucho la autoridad, o que creéis ser pocos los que son dignos de ella”. Pareciéndole que uno de sus enemigos llevaba una vida torpe e ignominiosa, la madre de éste- dijo- no hace la debida plegaria a los Dioses, si les pide que le sobreviva”. Mostrando a uno que había vendido ciertos campos hereditarios, situados en la playa, decía, fingiendo admirarle, que le juzgaba “de más poder que el mar, pues lo que el mar no hacía más que tocar suavemente, él se lo había sorbido”. Cuando el rey Éumenes estuvo de paso en Roma, el Senado le hizo un magnifico recibimiento, y fue grande la concurrencia y obsequio de los principales; pero en Catón se echaba bien de ver que no hacía ningún caso de él, y antes se apartaba; y como hubiese quien le dijera que era hombre bueno y apasionado de los Romanos: “En buena hora- dijo-; pero este animal llamado rey es carnívoro por naturaleza, y ninguno de los reyes más celebrados puede ser comparado con Epaminondas, con Pericles, con Temístocles, con Manio Curio o con Amílcar, por sobrenombre Barca”. Decía ser de sus enemigos tachado porque se levantaba de noche para ocuparse en los negocios públicos, abandonando los suyos propios; pero que más quería que obrando bien le faltase el agradecimiento, que evitar el castigo si en algo faltase; y que fácilmente perdonaba todos los yerros, a excepción de los suyos.

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