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Cuando sobrevino la guerra de los Romanos contra Antíoco en la Grecia, Filopemen no ejercía ningún cargo, y como viese que Antíoco se entretenía con Calcis, muy fuera de sazón, con bodas y con amores de doncellas, y que los Sirios vagaban y se divertían por las ciudades sin jefes y en el mayor desorden, se lamentaba de no tener mando, y envidiaba a los Romanos la victoria: “Porque si yo fuera general- decía-, con todos éstos acabaría en las tabernas”. Vencieron después los Romanos a Antíoco, e internándose ya más en los negocios de los Griegos, iban cercando con sus tropas a los Aqueos, ayudados de los demagogos que estaban de su parte, y su gran poder prosperaba con el favor de su genio tutelar, estando próximos a la cumbre adonde había de elevarlos la fortuna. Entonces Filopemen, fortificándose como buen piloto contra las olas, en algunas cosas se veía precisado a ceder y contemporizar; pero en las más se oponía, y a los que en el decir y hacer tenían más influjo, procuraba atraerlos al partido de la libertad. Aristeno Megalopolitano, que era el de mayor poder entre los Aqueos, no cesaba de obsequiar a los Romanos, persuadido de que aquellos no debían oponérsele ni desagradarlos en las juntas; y se dice que Filopemen lo oía en silencio, pero lo llevaba muy a mal, y que, por fin, no pudiéndose ya contener en su enojo, le dijo a Aristeno: “Hombre ¡a qué afanarte tanto por ver cumplido el hado de la Grecia!” Manio, cónsul de los Romanos, que venció a Antíoco, solicitaba de los Aqueos que permitieran la vuelta a los desterrados de los Lacedemonios, y también Tito Flaminino instaba a Manio sobre este punto; pero se opuso Filopemen, no por odio contra los desterrados, sino porque quería que aquello se hiciese por él mismo y por los Aqueos, y no por Tito, ni en obsequio de los Romanos; nombrado general al año siguiente, él mismo los restituyó a su patria: ¡tanto era su espíritu para tenerse firme y contender con los poderosos!

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