Al siguiente, al amanecer después de una noche húmeda y lluviosa, degenerando las nubes en niebla, ocupó toda la llanura una oscuridad profunda, y descendiendo de las alturas un aire espeso por entre los ejércitos, desde el punto de rayar el día ocultaba las posiciones. Los enviados de una y otra parte, en guerrillas y en descubierta, encontrándose repentinamente, trababan pelea en las llamadas Cinoscéfalas, que siendo las cumbres agudas de unos collados espesos y paralelos, de la semejanza de su figura tomaron aquel nombre. Alternaban, como era natural, en aquellos lugares ásperos, las vicisitudes de perseguir y ser perseguidos, y unos y otros enviaban refuerzos desde los ejércitos a los que peleaban, y se retiraban, hasta que, despejado ya el aire, viendo lo que pasaba, acometieron con todas sus fuerzas. Cargaba Filipo con su ala derecha, arrojando sobre los Romanos desde lugares elevados lo más fuerte de sus tropas, de manera que aun los más esforzados de aquellos no podían sostener lo pesado de su apiñamiento y la violencia de la acometida. El ala izquierda, por el estorbo de los collados, tenía claros y desuniones, y Tito, no curando de los que iban de vencida, se dirigió con ímpetu por esta otra parte contra los Macedonios, que no podían traer a formación y estrechar las filas, en lo que consistía la principal fuerza de su falange, a causa de la desigualdad y aspereza del terreno, y que para los combates singulares tenían armas muy pesadas y difíciles de manejar: porque la falange en su fortaleza se parece a un animal invencible mientras es un solo cuerpo y conserva su apiñamiento en un solo orden, pero desunida pierde cada uno de los que pelean de su fuerza, ya por la clase de la armadura, y ya porque no tanto viene su pujanza de él mismo como de la reunión de todos. Desbaratados éstos, unos se dieron a perseguir a los que huían, y otros, corrien- do a la otra parte, herían y acosaban por los costados a los Macedonios mientras combatían de frente; de manera que muy en breve también los vencedores se desordenaron y dieron a huir arrojando las armas. Murieron por lo menos ocho mil, y unos cinco mil quedaron cautivos; y si Filipo pudo salvarse con seguridad, la culpa fue de los Etolos, que, mientras los Romanos seguían todavía el alcance, se entregaron al pillaje y saqueo del campamento, en términos que cuando aquellos volvieron ya nada encontraron.