Por lo que hace a Tito, si luego que se concluyó la celebración no hubiera evitado con previsión el concurso y atropellamiento de la muchedumbre, no se alcanza cómo habría salido de él, siendo tantos los que por todas partes le rodeaban. Cuando ya se fatigaron de vitorearle delante de su pabellón, siendo ya de noche, saludando y abrazando a los amigos o a los ciudadanos que encontraban, se los llevaban a comer y beber en recíprocos convites. Allí, principalmente regocijados, se movía entre ellos, como era natural, la conversación de la Grecia, diciéndose que de tantas guerras como había sostenido por su libertad, nunca defendiéndola otros, había alcanzado un premio tan cierto, tan dulce y tan glorioso como aquel con que ahora le lisonjeaba la fortuna, casi sin sangre y sin lágrimas de su parte. Eran raras entre los hombres la fortaleza y la prudencia; pero el más raro de esta clase de bienes era la justicia: porque los Agesilaos, los Lisandros, los Nicias y los Alcibíades, cuando tenían mando, sabían muy bien disponer la guerra y vencer a sus contrarios por tierra y por mar, pero no entraba en sus ideas el usar de la victoria para fines rectos y en beneficio de los que tenían a sus órdenes, sino que si sacamos de esta cuenta la jornada de Maratón, el combate naval de Salamina, Platea, las Termópilas y las hazañas de Cimón junto al Eurimedonte y en Chipre, todas las demás batallas las dio la Grecia contra sí misma y para su esclavitud, y todos los trofeos que erigió fueron para ella padrones de aflicción y oprobio, siendo causa de esto, por lo común, la maldad y las disensiones de sus generales, mientras que hombres de otras naciones, que sólo parecían conservar un calor remiso y débiles vestigios del común origen, y de quienes sería mucho esperar que de palabra y con el consejo prestasen algún auxilio a la Grecia, habían sido los que a costa de grandes peligros y trabajos, arrojando de ella a los que duramente la dominaban y tiranizaban, le habían restituido la libertad.