Habiendo sido nombrado con grande aceptación, se dedicó al punto a reclutar ejército, admitiendo en él, con desprecio de las leyes y costumbres, una multitud indigente y esclava; siendo así que los generales antiguos no les daban a éstos entrada, sino que, mirando como un honor el ejercicio de las armas, sólo las ponían en manos beneméritas, teniendo como por fianza la hacienda de cada uno. Con todo no fue esto lo que más desacreditó a Mario, sino sus expresiones arrogantes, que ofendían a los principales por el ajamiento e injuria que contenían: gritando continuamente aquel que su Consulado era un despojo tomado a la molicie de los nobles y de los ricos, y que él se recomendaba al pueblo con sus heridas propias, no con memorias de muertos ni con imágenes ajenas. Muchas veces nombrando a los generales que habían peleado desgraciadamente en el África, como Bestia y Albino, varones ilustres en linaje, pero pocos guerreros, y por su impericia se perdieron, solía preguntar a los que se hallaban presentes, si no creían que los antepasados de éstos habrían querido más dejar descendientes que fuesen a él semejantes, puesto que ellos mismos no se habían hecho célebres por su noble origen sino por su virtud y sus hazañas. Y esto no lo decía precisamente por vanidad y jactancia, ni sólo porque quisiese indisponerse con los poderosos, sino porque el pueblo, complaciéndose en la mortificación del Senado, solía medir la grandeza de ánimo por la arrogancia de las expresiones, y así él era quien le impelía a humillar a los ciudadanos más sobresalientes para complacer a la muchedumbre.