Después que los Romanos hubieron dado muerte de esta manera a un número crecido de los Ambrones, sobreviniendo la noche se retiraron; pero a esta retirada no se siguieron los cantos de victoria que a tan señalados triunfos acompañan, ni convites en las tiendas, ni regocijos en los banquetes, ni tampoco lo que es más dulce a los soldados después de haber peleado con suerte próspera, un sueño sosegado y plácido, sino que aquella noche la pasaron en la mayor inquietud y sobresalto, porque tenían el campamento sin valladar y sin fortificación alguna, quedando de los bárbaros muchos millares de hombres todavía intactos, y de los Ambrones cuantos se habían salvado se habían reunido con éstos; así, por la noche se sentía un bullicio en nada parecido a los lamentos o a los sollozos, sino que más bien un aullido feroz y un crujir de dientes, mezclado con amenazas y lloros, enviado por tan inmensas gentes, resonaba por todos los montes de alrededor y por las concavidades del río. Apoderóse, pues, de todo el contorno un eco espantoso; de los Romanos el miedo, y aun del mismo Mario cierta inquietud y asombro, por temer todo el desorden y la confusión de una batalla nocturna. Con todo, ni acometieron en aquella noche ni en el día siguiente, sino que pasaron el tiempo en ordenarse y prevenirse. En tanto, Mario, como hubiese sobre el campo de los bárbaros algunos valles angostos y algunos barrancos poblados de encinas, mandó allá a Claudio Marcelo con tres mil infantes, dándole orden de que se pusiese en celada y sobrecogiese a los enemigos por la espalda. A los demás, después de haber tomado el alimento y sueño conveniente, los formó al mismo amanecer, colocándolos delante del campamento y enviando la caballería a recorrer el terreno. Luego que los Teutones los vieron, no tuvieron paciencia para aguardar a que, bajando los Romanos, pudieran pelear en terreno igual, sino que, armados apriesa en el furor de la ira, se arrojaron al collado. Mario, enviando sus ayudas de campo por una y otra ala, les prevenía que se mantuvieran firmes e inmóviles, y que cuando ya estuvieran al alcance les arrojaran dardos y después usaran de las espadas, impeliendo con los escudos a los que viniesen de frente, porque siendo para ellos el terreno poco seguro, ni sus golpes tendrían fuerza, ni podrían protegerse con sus broqueles, puesto que la desigualdad del suelo les quitaría toda firmeza y consistencia. Cuando así exhortaba, él era el primero en obrar, porque ninguno tenía un cuerpo más ejercitado, y a todos hacía gran ventaja en el valor.