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Después de la batalla eligió Mario, entre las armas y despojos de los bárbaros de cada especie, lo más elegante y que pudiera presentar más brillante aspecto en el triunfo, y amontonando todo lo demás sobre una hoguera se preparó a hacer un magnífico sacrificio. Estaba todo el ejército coronado y puesto sobre las armas; el cónsul, ceñido como es de costumbre, se adornó de púrpura, tomó una antorcha encendida, y levantándola con entrambas manos al cielo iba a aplicarla a la hoguera. Mas a este tiempo se vio repentinamente que unos amigos venían a caballo corriendo hacia él, lo que produjo en todos gran silencio y expectación. Cuando ya estuvieron a su lado, echaron pie a tierra, y tomando a Mario la diestra le anunciaron con parabienes el quinto Consulado, entregándole cartas en esta razón. Acrecentóse con esto el regocijo de los cánticos de victoria, y, aclamando el ejército lleno de gozo con cierto ruido compasado de las armas, volvieron los jefes a poner sobre la frente de Mario una corona de laurel, y éste encendió la hoguera y perfeccionó el sacrificio.

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