Estando ya como a unos veinte estadios de Minturnas, ciudad de Italia, ven una partida de caballería que se dirigía hacia ellos y casualmente dos barcos que pasaban. Dan, pues, a correr hacia el mar, según a cada uno le ayudaban sus pies y sus fuerzas, y haciendo cuanto pueden se acercan a las naves, de las cuales toma una Granio y pasa a la isla que estaba enfrente, llamada Enaria. A Mario, pesado de cuerpo y difícil de manejar, le llevaban dos esclavos, no sin gran dificultad y trabajo, y así llegaron hasta el mar, y le pusieron en la otra nave, a tiempo que ya los soldados estaban encima e intimaban desde tierra a los marineros que atracasen o les entregasen a Mario, yendo adonde bien visto les fuese. Rogábales Mario con lágrimas, y los dueños de la na- ve, como sucede en tal estrecho, tenían mil varios pensamientos sobre lo que harían: por fin respondieron que no entregarían a Mario. Enfurecidos aquellos se marcharon y ellos, mudando otra vez de parecer, se encaminaron a tierra; y junto a la embocadura del río Liris, donde forma una ensenada pantanosa, echaron áncoras, proponiéndole que bajase a tierra a tomar alimento y reparar las fuerzas, que tenía decaídas, hasta que hubiese viento; que le había a la hora acostumbrada, calmándose el mar, y soplando de la laguna una brisa suave, la que era suficiente. Persuadido Mario, se prestó a ejecutarlo, y sacándole los marineros a tierra, reclinado sobre la hierba, estaba bien distante de lo que le iba a suceder; vueltos aquellos a la nave, levantaron áncoras y huyeron, creyendo que ni era cosa honesta el entregar a Mario, ni segura el salvarle. Falto así de todo auxilio humano, permaneció largo tiempo inmóvil, tendido en la ribera; mas al fin, recobrándose con suma dificultad, empezó, en medio de su aflicción, a dar algunos pasos sin camino, y pasando por pantanos profundos y por zanjas llenas de agua y cieno, arribó a la cabaña de un anciano encargado de la laguna. Arrojóse a sus pies, y le rogó que se hiciese el protector y salvador de un hombre que, si evitaba la calamidad presente, podría recompensarle más allá de sus esperanzas. El anciano, o porque ya le conociese, o porque a su vista concibiese idea de que era un hombre extraordinario, le dijo que para tomar reposo podría bastar su chocilla; pero que si andaba errante por huir de algunos, él le ocultaría en lugar en que pudiese estar con la mayor tranquilidad. Rogóle Mario que así lo hiciese, y, llevándole a la laguna, mandóle que se ten- diese en una profundidad próxima al río, y le echó encima muchas cañas y ramaje de las demás plantas, todo ligero y puesto de manera que no pudiera ofenderle.