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Reunidos a deliberar los magistrados y prohombres minturneses, resolvieron que sin más detención se le diera muerte: de los ciudadanos, ninguno quiso encargarse de la ejecución; pero un soldado de a caballo, Galo o Cimbro, pues se ha dicho uno y otro, tomando una espada marchó en su busca. La parte del cuarto en que dormía Mario no tenía muy clara luz, sino que más bien estaba casi del todo oscura, y se dice haberle parecido al soldado que los ojos de Mario arrojaban mucha lumbre y que de la oscuridad había salido una gran voz que decía: “¿Y tú, hombre, te atreves a dar muerte a Gayo Mario?”; por lo que había salido huyendo, y, arrojando la espada, se marchó de la casa, sin que se le oyese otra cosa sino: “Yo no puedo matar a Mario.” Cayó sobre todos grande admiración, y a poco compasión y arrepentimiento del parecer que habían adoptado, reprendiéndose a sí mismos de una determinación injusta e ingrata al mismo tiempo con un hombre que había salvado la Italia y a quien no ayudar era cosa abominable. “Huya, pues, adonde le convenga para cumplir en otra parte su hado, y roguemos nosotros a los Dioses no nos castiguen de echar de nuestra ciudad a Mario, pobre y desnudo.” Discurriendo de este modo, encamínanse en tropel adonde estaba, rodeándole todos y tomando por su cuenta conducirle hasta el mar; pero mientras uno le regala una cosa y otro otra, afanándose todos por él, se da ocasión a haber de perderse tiempo; porque el bosque llamado Marica, al que tienen en veneración, guardándole con cuidado, sin extraer jamás de él nada que se hubiese introducido, era un estorbo para el camino del mar, siendo preciso hacer un rodeo; hasta que un anciano exclamó que no había camino ninguno inaccesible o intransitable cuando se pensaba en salvar a Mario, y siendo el primero a tomar alguna cosa de las que habían de llevarse a la nave, marchó por el bosque.

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