Además de haberle socorrido con tanta largueza, un tal Beleo le proveyó de barco, y escribiendo en una tabla la serie de estos sucesos, la colocó en el templo; desde donde montando Mario en la nave, dio vela con próspero viento. Casualmente aportó a la isla Enaria, donde encontró a Granio y los demás amigos, y con ellos navegó para el África. Faltóles la aguada y les fue preciso tocar en la Sicilia, cerca de Ericina, y hallándose por casualidad guarneciendo aque- llos puntos un cuestor romano, estuvo en muy poco el que diese muerte a Mario al saltar en tierra; la dio, sin embargo, a unos diez y seis de los que salieron a tomar agua. Zarpando de allí Mario a toda priesa, y atravesando el mar, llegó a la isla Meninge, donde primero tuvo noticia de que el hijo se había salvado con Cetego y se había dirigido a Hiempsal, rey de los Númidas, en demanda de socorro. Respirando con estas nuevas se alentó para pasar de la isla a Cartago. Mandaba a la sazón las armas en el África Sextilio, varón romano, que no había recibido de Mario ni injuria ni beneficio, pero de quien éste esperaba algún favor por pura compasión. Mas apenas había bajado a tierra con unos cuantos, le salió al encuentro un lictor y, parándosele delante, le dijo de este modo: “Te intima ¡oh Mario! el pretor Sextilio que no pongas el pie en el África, y que de lo contrario sostendrá los decretos del Senado, tratándote como enemigo de los Romanos.” Al oírlo, Mario se quedó de aflicción y congoja sin palabras, y estuvo largo rato inmóvil, mirando con indignación al lictor. Preguntóle éste qué decía y qué contestaba al general. Entonces, dando un profundo suspiro: “Dile- le respondió-que has visto a Mario fugitivo sentado sobre las rutas de Cartago”; poniendo con razón en paralelo la suerte de esta ciudad y la mudanza de su fortuna para que sirviera de ejemplo. En tanto, Hiempsal, rey de los Númidas, estando en sus resoluciones a dos haces, trató con consideración al joven Mario; pero cuando quería marchar le detenía siempre con algún pretexto; y desde luego podía discurrirse que no había un buen fin para esta detención. Con todo, por uno de aquellos sucesos que no son raros pudo salvarse; porque siendo este mozo de muy recomendable figura, una de las amigas del rey sentía mucho verle padecer sin motivo, y esta compasión era un principio y pretexto de amor. Mario, en los primeros momentos, la desairó; pero cuando ya vio que su suerte no tenía otra salida, y que aquella mujer obraba más de veras que lo que correspondía a un mal deseo pasajero, condescendió con su buena voluntad, y facilitándole ella la evasión, y huyendo con sus amigos, se encaminó al punto donde su padre se hallaba. Luego que recíprocamente se saludaron, caminando por la orilla del mar, se ofrecieron a su vista unos escorpiones que entre sí peleaban, lo que a Mario pareció mala señal; subiendo, pues, en un barco de pescador, hicieron viaje a Cercina, isla que no dista mucho del continente; fue tan poco lo que se adelantaron, que cuando daban la vela vieron venir soldados de a caballo de los del rey corriendo al mismo sitio donde se embarcaron, por lo que le pareció a Mario haberse librado de un peligro que en nada era inferior a los otros.