Era, en efecto, grande e irreducible el ansia que tenía de tomar a Atenas, bien fuese por una cierta emulación con una ciudad cuya gloria parecía hacer sombra, o bien por encono e irritación, a causa de las burlas y denuestos con que para irritarle los insultaba cada día, a él mismo y a Metela, desde las murallas, el tirano Aristión, cuya alma era un compuesto de lascivia y crueldad, a las que había reunido todos los vicios y pasiones de Mitridates; éste era el que estaba reduciendo a los mayores extremos, como a una enfermedad mortal, a una ciudad que había podido salvarse hasta entonces de mil guerras y de muchas tiranías y sediciones. Porque el poco grano que había en la ciudad se vendía a mil dracmas la fanega, manteniéndose los hombres con la parietaria que se criaba en la ciudadela y comiéndose los despojos de los zapatos y vasijas, mientras él pasaba el tiempo en banquetes y comilonas, danzando y haciendo escarnio de los enemigos; ni siquiera cuidó de la lámpara sagrada de la Diosa, que se había apagado por falta de aceite. A la sacerdotisa, que le había pedido una hemina de trigo, le envió pimienta, y a los senadores y sacerdotes, que le rogaban se compadeciese de la ciudad y pidiera la paz a Sila, los dispersó a flechazos. Al fin, ya en el último apuro, envió a tratar de paz a das o tres de sus camaradas, a los cuales, como nada dijesen en orden a salvar la ciudad, sino que se vanagloriasen de Teseo, de Eumolpo y de sus hazañas contra los Medos, los despidió Sila, diciéndoles: “Retiráos de aquí, hombres dichosos, conservando esas grandes palabras, pues yo no he sido enviado a Atenas a aprender, sino a sujetar a unos rebeldes.”