Luego que estuvieron reunidos, tomaron una grande altura, que está en medio de los deliciosos campos de Elatea, con agua abundante en su falda: llámase Filobeoto, y Sila celebra sobremanera sus calidades y su posición. Acampáronse, y a los ojos de los enemigos parecieron muy pocos, pues de caballería no eran más de mil quinientos, y la infantería aun no llegaba a quince mil hombres; por lo cual, precisando los demás generales a Arquelao a que formase sus tropas, llenaron toda la llanura de caballos, de carros, de escudos y de rodelas, no bastando el aire para sostener la gritería y alboroto de tantas especies de gentes como allí se hallaban reunidas y ordenadas. No era tampoco pequeña parte para el espanto y el terror la riqueza y brillantez con que se presentaban, porque el resplandor de las armas, guarnecidas graciosamente con plata y oro, y los colores de las túnicas de la Media y la Escitia, adornadas con el bronce y el hierro, que brillaban a lo lejos, al moverse y sacudirse semejaban al fuego, y hacían una vista tan terrible, que los Romanos se estaban retirados dentro del valladar, y no halló Sila modo alguno ni palabras que bastasen a desvanecer su asombro; viéndose precisado, por cuanto no quería tampoco violentar a los que así resistían, a haber de estarse quieto y aguantar con el mayor desabrimiento la mofa y el escarnio de los bárbaros, que al cabo fue lo que más le aprovechó. Porque, despreciándole los enemigos, se entregaron al mayor desorden, y como, por otra parte, no eran ya muy obedientes a sus generales, por ser tantos los que mandaban, eran muy pocos los que permanecían en el campamento; y antes, habiéndose cebado la mayor parte en el saqueo y la rapiña, solían andar dispersos y separados de aquel jornadas enteras; de manera que se dice haber asolado la ciudad de los Panopeos, saqueado la de los Lebadeos y despojado su oráculo sin orden de ninguno de sus generales. Sentía Sila y se afligía extremadamente de que ante sus ojos fuesen destruidas las ciudades, y tomaba el partido de no dejar en reposo a los soldados, sino que, sacándolos del campamento, los hizo trabajar en mudar el curso del Cefiso y en abrir fosos, no permitiendo descansar a ninguno, y castigando irremisiblemente a los que aflojaban, para lo que estaba él mismo de sobrestante; todo con la mira de que, aburridos con las obras, abrazaran el peligro por huir del trabajo, como sucedió. Porque al cabo de los tres días de aquella fatiga, al pasar Sila, le pidieron a voces que los llevara contra los enemigos; a lo que les contestó que aquel clamor no le significaba que quisiesen pelear, sino que deseaban huir del trabajo; pero que si se sentían con ánimo de, combatir tomasen las armas y viniesen a aquel sitio, señalándoles la que antes había sido ciudadela de los Parapotamios, y entonces, destruida la ciudad, había venido a quedar en ser un collado pedregoso y escarpado, que no estaba separado del monte Hedilio sino el espacio que con sus aguas ocupa el Aso; el cual, confundiéndose en la misma falda con el Cefiso, y haciéndole de más rápida corriente, contribuye a que la cumbre sea más a propósito para establecer con seguridad un campamento. Así es que, viendo Sila que de los enemigos los de bronceados escudos se dirigían a él, quiso anticipárseles ocupando aquel puesto; lo ocupó, en efecto, mostrándose con grande ánimo los soldados. Como arrojado de allí Arquelao, moviese contra Queronea, los Queronenses que militaban con Sila, le suplicaron que no abandonase su patria, por lo que envió en su defensa al tribuno Gabinio con una legión, dejando ir con ellos a los Queronenses, que, aunque quisieron, no pudieron llegar antes que aquel; de manera que el que iba a salvarlos aun se mostró más activo y pronto que los mismos que habían menester su auxilio Juba dice que el enviado no fue Gabinio, sino Ericio; como quiera, en esto consistió el que nuestra ciudad saliese de aquel peligro.