Intentó Lisandro, como dejamos dicho, hacer mudanza en el gobierno, pero con otra blandura y más legítimamente que Sila, pues era por medio de la persuasión, no de las armas, ni trastornándolo todo de golpe, como aquel, sino mejorando la institución misma de los reyes, y a la verdad que en el orden natural parecía lo más justo que el mejor de los mejores mandase en una ciudad de la Grecia que debía su opinión a la virtud y no al origen. Porque así como el cazador no busca lo que procede de un perro, sino el perro y el aficionado a caballos el caballo, y no lo que procede de un caballo, pues ¿no procede también de caballo el mulo?, de la misma manera el político cometería un yerro si en lugar de inquirir qué tal es el que ha de mandar inquiriese de quién procede. Así, estos mismos Esparciatas quitaron el mando a algunos reyes, porque no eran de ánimo regio, sino inútiles y para nada. La maldad, aun con nobleza, es digna de desprecio, y si a la virtud se tributan honores, no es por su nobleza, sino por sí misma. Aun las injusticias, en el uno fueron por sus amigos y en el otro se extendieron hasta éstos mismos, pues se tiene por cierto que los más de los yerros de Lisandro fueron debidos a sus partidarios, y si se ejecutaron muertes fue en favor del poder y tiranía de aquellos; pero Sila, por envidia, privó a Pompeyo del mando del ejército; quitó a Dolabela el de la armada, que le había dado él mismo, y a Lucrecio Ofela, que por muchos y grandes servicios aspiraba al consulado, lo hizo degollar ante sus ojos, llenando de horror y espanto a todos con la muerte de aquellos a quienes, al parecer, más amaba.