Murió teniendo sitiado a Cicio, de enfermedad, según los más, aunque algunos dicen que fue de una herida que recibió combatiendo con los bárbaros. Al morir, encargó a sus subalternos que al punto volvieran a la patria, ocultando su fallecimiento; así sucedió que, no habiéndolo sabido ni los enemigos ni los aliados, hicieron con seguridad su regreso, acaudillados, como dice Fanodemo, por Cimón, que hacía treinta días estaba muerto. Después que él falleció, ya nada de entidad se hizo contra los bárbaros por ninguno de los capitanes griegos, sino que, armados unos contra otros, por las instigaciones de los demagogos y de los fomentadores de discordias, sin que nadie se pusiera de por medio para contener sus manos, se despedazaron con guerras intestinas, dando respiración al rey en sus negocios y causando una indecible ruina en el poder de los Griegos. Ya más tarde, Agesilao, llevando sus armas al Asia, dio algún paso en la guerra contra los generales del rey, pero sin haber hecho nada grande o de importancia. Llamado otra vez, por disensiones y disturbios de los Griegos, que de nuevo sobrevinieron, se retiró, dejando a los exactores persas de los tributos en medio de las ciudades confederadas y amigas; cuando no se había visto que ni un mal correo ni un caballo se acercara a aquel mar ni a cuatrocientos estadios durante el mando de Cimón. Haber sido sus despojos traídos al Ática lo atestiguan los sepulcros que aún hoy se llaman Cimóneos. También los Cicienses honran un sepulcro de Cimón, por haberles encargado el Dios en cierta hambre y esterilidad, según el orador Nausícrates, que no se olvidaran de Cimón, sino que le dieran culto y lo veneraran como un ser supremo. Tal fue el general griego.