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Luculo, teniendo consigo una legión ya formada, partió con ella al Asia, donde se hizo cargo de las demás tropas que allí existían, las cuales todas estaban corrompidas con el regalo y la codicia; y además, las llamadas Fimbrianas, por la costumbre de la anarquía y el desorden, habían perdido enteramente la disciplina: porque estos mismos soldados eran los que con Fimbria habían dado muerte a Flaco, cónsul y general, y los que después habían puesto a Fimbria en manos de Sila: hombres insubordinados y violentos, aunque, por otra parte, buenos militares, sufridos y ejercitados en la guerra. Con todo, Luculo, en muy breve tiempo, supo contener la insolencia de éstos y traer a los otros al orden, pues, según parece, hasta entonces no habían servido bajo el mando de un verdadero general, sino que se les había lisonjeado y dejado hacer su gusto para mantenerlos en la milicia. Por lo que hace a los enemigos, su estado era el siguiente. Mitridates, a la manera de los sofistas, al principio ostentoso y hueco, se había presentado contra los Romanos con unas tropas endebles en sí, aunque brillantes y de gran pompa a la vista; pero, después de vencido y escarnecido con este escarmiento, cuando hubo de volver a la lid, ya ordenó y dispuso su ejército de manera que pudiera obrar y le fuese útil; porque, removiendo de él la muchedumbre indisciplinada de gentes, aquellas amenazas de los bárbaros hechas en diferentes lenguas, y el aparato de armas doradas y guarnecidas con piedras, más propias para ser despojo del enemigo que para fortalecer al que las lleva, adoptó la espada romana, entretejió escudos espesos y fuertes, cuidó más de que los caballos estuvieran ejercitados que de presentarlos galanos, y de este modo formó en falange romana ciento veinte mil infantes y diez y seis mil caballos, sin contar los cuatro de cada carro falcado, siendo éstos en número de ciento; con lo cual, y con hacer que las naves no estuvieran adornadas de pabellones de oro y de baños y cámaras deliciosas para mujeres, sino pertrechadas más bien de armas, de dardos y de toda especie de municiones, vino sobre la Bitinia, recibiéndole otra vez con gozo las ciudades; y no sólo éstas, sino el Asia toda, que había vuelto a experimentar los males pasados, por haberla tratado de un modo intolerable los exactores y alcabaleros romanos, a los cuales Luculo echó de allí más adelante como arpías que devoraban los mantenimientos, contentándose por entonces con procurar hacerlos más moderados a fuerza de amonestaciones, al mismo tiempo que sosegaba las inquietudes de los pueblos, pues, para decirlo así, no había uno que no anduviese agitado y revuelto.

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