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Sucediéndole tan felizmente las cosas, movió Luculo para Tigranocerta, y acampándose en derredor le puso sitio. Hallábanse en aquella ciudad muchos Griegos de los trasplantados de la Cilicia, muchos bárbaros que habían tenido la misma suerte, Adiabenos, Asirios, Gordianos y Capadocios, a los que, arruinando sus patrias y arrancándolos de ellas, los habían obligado a fijar allí su residencia. Estaba la ciudad llena de caudales y de ofrendas, no habiendo particular ni poderoso que no se afanara por agasajar al rey para el incremento y adorno de ella. Por esta misma causa, Luculo estrechaba con vigor el sitio, teniendo por cierto que Tigranes no podría desentenderse, sino que con el enojo acudiría a dar la batalla, contra lo que tenía meditado, y ciertamente no se engañó. Retraíale, sin embargo, con empeño Mitridates, enviándole mensajeros y cartas para que no trabara batalla, bastándole el interceptar los víveres con su numerosa caballería, y rogábale también encarecidamente Taxiles, enviado con tropas de parte del mismo Mitridates, que se guardase y evitase como cosa invencible las armas romanas. Al principio los escuché benignamente; pero después que con todo su poder se le reunieron los Armenios y Gordianos, que con todas sus fuerzas se presentaron asimismo sus respectivos reyes, trayendo a los Medos y Adiabenos, que vinieron muchos Árabes de la parte del mar de Babilonia, muchos Albaneses del Caspio e Íberos incorporados con los Albaneses, y que concurrieron no pocos de los que, sin ser de nadie regidos, apacientan sus ganados en las orillas del Araxes, atraídos con halagos y con presentes, entonces ya en los banquetes del rey y en sus consejos todo era esperanzas, osadía y aquellas amenazas propias de los bárbaros; Taxiles estuvo muy a pique de perecer por haber hecho alguna oposición a la resolución de pelear, y aun se llegó a sospechar que Mitridates, por envidia, se oponía a aquella brillante victoria. Así es que Tigranes no le aguardó, para que no participase de la gloria; y poniéndose en marcha con todo su ejército, se lamentaba, según se dice, con sus amigos de que aquel combate hubiera de ser con sólo Luculo y no con todos los generales romanos que se hallaban allí juntos. Y en verdad que aquella confianza no era loca ni vana, al ver tantas naciones y reyes como le seguían, tan numerosa infantería y tantos miles de caballos: porque arqueros y honderos llevaba veinte mil; soldados de a caballo, cincuenta y cinco mil, y de éstos, diez y siete mil con cotas y otras piezas de armadura de hierro, según lo escribió Luculo al Senado; infantes, ya de los formados en cohortes y ya de los que componían la batalla, ciento cincuenta mil; camineros, pontoneros, acequieros, leñadores y sirvientes para todos los demás ministerios, treinta y cinco mil; los cuales, formando a espalda de los que peleaban, no dejaban de contribuir a la visualidad y a la fuerza.

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