Cuando, pasado el Tauro, llegaron a descubrirse sus inmensas fuerzas, y él divisó el ejército de los Romanos acampado ante Tigranocerta, el tropel de bárbaros que había dentro de la ciudad recibió su aparecimiento con grande alboroto y gritería, y mostraba con amenazas a los Romanos, desde la muralla, las tropas armenias. Púsose Luculo a deliberar sobre el partido que debía tomarse: unos le aconsejaban que marchara contra Tigranes, abandonando el sitio; otros, que no dejara a la espalda tantos enemigos ni levantara el cerco; más él, diciéndoles que, separados, ni uno ni otro consejo daban en lo conveniente, y juntos sí, dividió sus fuerzas, dejando a Murena con seis mil hombres para continuar el asedio y él, tomando el resto, que eran veinticuatro cohortes, con menos de diez mil infantes, toda la caballería y unos mil entre honderos y arqueros, marchó en busca de los enemigos; y poniendo sus reales junto al río en una gran llanura se mostró a Tigranes objeto muy pequeño, siendo para sus aduladores materia de entretenimiento; porque unos lo ridiculizaban, otras echaban suertes sobre los despojos, y cada uno de aquellos reyes y generales, presentándose a Tigranes, le rogaba que aquel negocio lo dejara a él solo, contentándose con ser espectador. Quiso también éste hacer de gracioso y burlón, pronunciando aquel dicho, ya tan vulgar: “Para embajadores, son muchos; para soldados, muy pocos”; así estuvieron burlándose y divirtiéndose por entonces. Al amanecer sacó Luculo su ejército armado; el de los enemigos se hallaba al oriente del río. Daba allí éste un rodeo hacía poniente, y era por aquella parte por donde podía pasarse mejor; así, conduciendo apresuradamente sus tropas en dirección opuesta, se le figuró a Tigranes que huía, y llamando a Taxiles, le dijo riendo a carcajadas: “¿No ves cómo huye esa invicta infantería romana?” Y entonces Taxiles: “¡Ojalá hiciera vuestro buen Genio, oh Rey, ese milagro! Pero no se visten los hombres de limpio para las marchas, ni usan de escudos acicalados, ni de morriones desnudos coma ahora, quitando sus fundas a las armas, sino que aquella brillantez es de soldados que buscan pelea, dirigiéndose de hecho contra los enemigos”. Decía esto Taxiles, cuando ya la primera águila, que era la de Luculo, había dado la vuelta, y las cohortes ocupaban sus puestos para pasar el río; entonces Tigranes, como quien se recobra con pena de una profunda embriaguez, exclamó por dos o tres veces: “¿Es posible que vengan contra nosotros?” De manera que aquella muchedumbre se formó con grande atropellamiento en batalla, tomando el Rey para sí el centro y dando de las alas la izquierda al Adiabeno y la derecha al Medo, en la que a vanguardia se hallaba la mayor parte de los coraceros. Cuando Luculo se disponía a pasar el río, algunos de los otros caudillos le advirtieron que debía guardarse de aquel día, por ser uno de los nefastos, a los que llaman negros; por cuanto en él había perecido el ejército de Cipión en lid con los Cimbros; pero él les dio aquella tan celebrada respuesta: “Pues yo haré este día afortunado para los Romanos.” Era el que precedía a las nonas de octubre.