Aun antes de esto, habían intentado los Atenienses enviar nuevas fuerzas a Sicilia; pero, por envidia de la prosperidad con que la fortuna había hasta aquel punto lisonjeado a Nicias, lo habían ido dilatando; mas entonces se apresuraron a mandar los socorros. Estaba dispuesto que, pasado el invierno, marchara Demóstenes, con un poderoso ejército; pero, entre tanto, en el rigor de aquella estación dio la vela Eurimedonte, llevando caudales y la designación de los colegas de Nicias en el mando, tomados de los que allí hacían la guerra: eran éstos Eutidemo y Menandro. A este tiempo tentó Nicias repentinamente, por mar y por tierra, la suerte de los combates, y aunque al principio tuvo en el mar algún descalabro, con todo rechazó y echó a pique muchas de las naves enemigas; pero no habiendo podido por sí mismo adelantar por tierra sus socorros, cargó precipitadamente Gilipo y tomó a Plemirio, donde, hallándose los efectos del arsenal y otra infinidad de enseres, de todo se apoderó, dando muerte a no pocos y haciendo a otros cautivos; pero lo más fue haber quitado a Nicias la proporción del acopio de víveres, porque éste era sumamente seguro y pronto por Plemirio, ocupándole los Atenienses; pero, desposeídos de él, además de ser difícil, no podía hacerse sino a fuerza de continuos combates con los enemigos, que tenían surta allí su armada. Aun la victoria contra ésta no pareció haberse conseguido de poder a poder, sino por haberse desordenado cuando seguía el alcance; así, volvieron a presentarse en actitud de pelear, mejor preparados que antes; pero Nicias no quería aventurar otro combate naval, diciendo que sería gran necedad, estando aguardando tan brillantes tropas de refresco como eran las que a toda prisa conducía Demóstenes, querer arriesgarse a una batalla con fuerzas inferiores y mal organizadas. Pero de Menandro y Eutidemo, que acababan de ser elevados al mando, se había apoderado cierta envidia y emulación contra los otros dos generales, proponiéndose ejecutar algún hecho notable antes que llegase Demóstenes y oscurecer, si podían, a Nicias. El pretexto, sin embargo, era el celo por la gloria de la república, la que decían perecería y anublaría del todo si mostrasen temor a los Siracusanos, que los provocaban a batalla, con lo que le obligaron a combatir. Engañados con una estratagema por Aristón, piloto de Corinto, fue destrozada enteramente su ala izquierda, según escribe Tucídides, con pérdida de mucha gente. Afligióse sobremanera Nicias con este infortunio, pues si mandando solo ya había empezado a caer, ahora los colegas lo habían precipitado.