Intentaban evadirse aquella noche, y Gilipo, viendo a los Siracusanos entregados a sacrificios y banquetes, en celebridad de la victoria y de la fiesta, desconfió de poder moverlos, ni con persuasiones ni con esfuerzo alguno, a que persiguieran a los enemigos, que no dudaba iban a retirarse; pero Hermócrates, por movimiento propio, excogitó contra Nicias un engaño, enviando algunos de sus amigos que le dijesen venir de parte de aquellos mismos que antes acostumbraban hablarle reservadamente, siendo su objeto avisarle que no marchara aquella noche, porque los Siracusanos les tenían armadas celadas y les habían tomado los pasos. Burlado Nicias con este engaño, padeció después, con verdad, de parte de los enemigos, lo que entonces falsamente se le hizo temer: porque, saliendo a la mañana siguiente, al amanecer, ocuparon las gargantas de los caminos, levantaron cercas delante de los vados de los ríos, cortaron los puentes y situaron la caballería en terreno llano y sin tropiezos, para que por ninguna parte pudieran pasar los Atenienses sin tener un combate. Aguardaron éstos en todo aquel día hasta la noche en la que se pusieron en marcha, río sin grande aflicción y suspiros, como si salieran de su patria y no de tierra enemiga, sintiendo la estrechez y miseria en que se veían y el abandono de los amigos y deudos; y, sin embargo, estos males les parecían más ligeros que los que les aguardaban. Pues, con todo de causar lástima el desconsuelo que reinaba en el campamento, ningún espectáculo era más triste y miserable que el ver a Nicias, debilitado por sus males y reducido, en medio de su dignidad, a lo más preciso, sin poder usar de los alivios que por el mal estado de su salud le eran más necesarios, y que a pesar de todo hacía y toleraba en aquella situación lo que no sufrían muchos de los que se hallaban sanos: echándose bien de ver que, no por sí mismo, ni por apego a la vida, aguantaba aquellas penalidades, sino que era el amor a sus conciudadanos el que le hacía no dar por perdida toda esperanza. Así, cuando los demás prorrumpían en lágrimas y sollozos, por el miedo y el dolor, si alguna vez se veía forzado a dar iguales muestras de su aflicción, se advertía que era a causa de comparar la afrenta e ignominia de su ejército con la grandeza y gloria de los triunfos que habían esperado conseguir. Aun sin tenerle a la vista, con sólo recordar sus discursos y las exhortaciones que había hecho para impedir la expedición, se les ofrecía que muy sin causa sufría aquellas calamidades, tanto, que hasta su esperanza en los Dioses llegó a debilitarse en gran manera, al considerar que un hombre tan piadoso, y en las cosas de la religión tan puntual y generoso, no era mejor tratado de la fortuna que los más perversos y ruines del ejército.