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Cuando ya estaban listas las naves, anunciaron los agoreros a los Siracusanos que las víctimas les prometían prosperidad y victoria, si no eran los primeros a empezar el combate, y solamente se defendían, pues Heracles alcanzó todas sus victorias poniéndose en defensa cuando se veía amenazado, y con esto movieron del puerto. En este combate naval, uno de los más empeñados y terribles, y que no causó menores inquietudes y agitaciones en los espectadores que en los combatientes, por la vista de un encuentro que en breve tuvo muchas y muy inesperadas mudanzas, no vino menos daño a los Atenienses de su estado y disposición que de parte de los enemigos. Porque peleaban con naves estrechamente unidas y cargadas, contra otras que, estando vacías y ligeras, con facilidad discurrían por todas partes, siendo además ofendido con piedras, que, dondequiera que cayesen, hacían gran daño, cuando ellos no lanzaban sino dardos y saetas, que con el oleaje no tenían golpe seguro, ni siempre podían herir de punta. Esta fue lección que dio a los Siracusanos Aristión, el piloto de Corinto, el cual, habiendo peleado alentadamente en aquel combate, murió en él cuando ya habían vencido los Siracusanos. Habiendo sido grande la ruina y destrozo de los Atenienses, se les cortó toda esperanza de poder huir por mar, y como viesen también muy difícil el poderse salvar por tierra, ni estorbaron a los enemigos que remolcasen sus naves, no obstante estarlo presenciando, ni pidieron que se les permitiera recoger los muertos: teniendo todavía por más triste y miserable el abandono que se veían precisados a hacer de los enfermos y heridos, y considerándose a sí mismos en un estado aún más lastimoso, porque habían de llegar al mismo fin por entre mayores males.

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